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Amando de Miguel

Étimos, donaires y contumelas

El aprendizaje de dos idiomas, y aun de tres, cuando se trata de niños, es una buena práctica. El hecho de que los idiomas tengan estructuras léxicas distintas ayuda a los niños a ejercitar la inteligencia

A propósito del aviso de "se prohíbe blasfemar y hablar de política", que se colocaba en las tabernas de los años 40, Marcos González-Cuevas aporta un cartel en un frontón de Cenicero (La Rioja). Rezaba (es un decir) así: "prohibido blasfemar sin necesidad". Añado que el otro día, en un bar de carretera, habían colgado este cartel: "Prohibida la entrada a autobuses". Quería decir que los viajeros de los autobuses no entraran al baño. Son las delicias de un país turístico como el nuestro. Lo que nos priva es prohibir cualquier cosa.

No sé si dije que tuve una tertulia en el Gijón con un asiduo libertario, Jesús García Castrillo, autor de El enigma de Bahomet, una trepidante novela sobre los templarios.  En ella se escribe: "La magia de las palabras no emana de los números sino de las palabras". Lo curioso es que en este momento Chus Castrillo está leyendo mi libro La magia de las palabras. Es lo que en las últimas novelas he llamado "sincronicidad", una idea de Jung. Es lo que el pueblo  llama las casualidades de la vida. Don Jesús se apunta al reto de encontrar el étimo de "viola". Su tesis es que procede del provenzal. Descarta la onomatopeya que yo sugería al buen tuntún.

No sé cómo tomarme la crítica que me hace Antonio Maizcurrena sobre la práctica de que los niños españoles aprendan inglés en el colegio. Don Antonio es contrario a esa idea porque el inglés responde a una estructura léxica distinta. Claro, por eso mismo sostengo (y conmigo cientos de doctores) que el aprendizaje cuando se trata de niños de dos idiomas (y aun de tres) es una buena práctica. Precisamente, el hecho de que los idiomas tengan estructuras léxicas distintas ayuda a los niños a ejercitar la inteligencia. Un dato. El nivel educativo más alto lo consiguen los escolares de Finlandia. Suelen aprender tres o cuatro idiomas (finés, sueco, ruso, inglés).

Todas las críticas son bienvenidas en esta seccioncilla, pero algunas me dejan patidifuso. Por ejemplo, Ignacio de Despujol y Coloma reconoce que se lo pasa bien cuando me ve por la tele, pero "le confieso que me distrae lo que podríamos llamar su desaliño indumentario". ¡Vaya por Dios, y yo que creí que iba siempre encorbatado frente a mis contertulios, que suelen vestir de modo más espontáneo!  Se pregunta don Ignacio: "¿Por qué se viste usted tan mal?". El hombre se considera "adversario feroz de sus chaquetas", las mías, claro. Francamente, no me había percatado de ser tan desastrado, y eso que mi mujer me hace a veces cambiarme de corbata o de otras prendas antes de salir de casa. Reconozco que mi sentido de la estética lo canalizo por  avenidas que se alejan bastante del arte sartoria. Pero procuraré enmendarme.

Más gruesa es la crítica de Daniel M. Schutt: "Me temo que usted está como la gerontocracia que lo rodea, caduco con sus disquisiciones sobre la lengua, que en  algún momento me parecieron incisivas… ¿Viste usted aún esas pieles de maricón en las presentaciones públicas?". No sé qué mosca le habrá picado a don Daniel. Le recuerdo, simplemente, que es de mal gusto criticar a alguien por la edad que tiene, algo que no se puede cambiar. Eso es precisamente el prejuicio, como el que se aplica a los negros o a los judíos. El asunto lo toco en mi novela Judíos en la ciudad de los ángeles. Don Daniel me amenaza con no asistir a la presentación de la novela en Casa Sefarad si me atrevo a llevar mi cazadora de piel de marta cibelina. Hombre, en el Museo del Prado puede ver usted a algunos grandes hombres que llevaban esas aristocráticas pieles, y no eran precisamente maricones. Me refiero a los personajes de los cuadros, no a los visitantes. Lo que no me cuadra es que, con todos los prejuicios que digo, don Daniel sea judío, como parece por su nombre y apellido.

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