En los últimos días, diferentes responsables de los servicios territoriales de la educación en Cataluña han convocado de manera discreta, casi clandestina a directores de institutos de enseñanzas medias para buscar su colaboración y la del resto del profesorado y del personal no docente en la puesta en marcha de la última ocurrencia semántica del 9-N: "El proceso participativo". Especialmente, las de abrir y mantener los institutos disponibles como colegios electorales. Las consignas han corrido rápidas y ya hay 6.210 funcionarios dispuestos a la farsa. No obstante, varios directores, temiendo poder incurrir en un delito, han solicitado a los responsables que las directrices se las den por escrito. Sin resultado alguno. Curioso, los responsables del Gobierno se han negado a dar por escrito lo que les requieren de palabra. ¡Ay, la escuela!, siempre la escuela, como ejército de conciencias. Todo de palabra, nada por escrito. Ante ello, los sindicatos de enseñanza -¡por fin aparecen en algo!- han pedido a la Generalidad que den a los funcionarios por escrito las órdenes de colaboración con el 9-N. De momento, silencio.
Es mezquino y muy cobarde exigir colaboración a los profesores de secundaria para mantener abiertos sus institutos como colegios electorales y, a la vez, negarse a dárselo por escrito. Nada nuevo en el procedimiento de la administración educativa nacionalista.
Durante décadas fue el procedimiento escogido por los primeros Gobiernos de Pujol para evitar responsabilidades legales y, sobre todo, poder negar las órdenes si éstas eran denunciadas públicamente como un abuso. Así, cuando en los primeros años ochenta aún no estaba generalizada la inmersión lingüística ni había una atmósfera social amaestrada que la amparase, la imponían a golpe de órdenes no escritas para pasar a negarlas en cuanto alguien las sacaba a la luz pública. De esa guisa fueron las consignas dadas a los directores de escuelas e institutos con el objetivo de catalanizar el nombre a los niños, sugerirles que estos no hablaran catalán entre ellos en horario escolar, incluido el patio, o evitaran dar en bilingüe la información a los padres. Amén de exigir que los maestros jamás se dirigieran a los niños en castellano, ni publicaran revistas en bilingüe. Hasta se atrevían a sugerir que los profesores entre sí y estos con los padres mantuvieran las formas y lo hicieran siempre en catalán. Una retahíla de normas de esta guisa, poblaron la conquista de la escuela por el nacionalismo hasta lograr expulsar de las aulas todo rastro de la lengua común de los españoles.
Durante décadas negaron que no se pudiera estudiar en castellano, y hasta la misma inmersión. Era paradójico que se negara la inmersión, cuando tanto esfuerzo hacían para imponerla, pero es que la sociedad aún no se había rendido a su chantaje. Y había que evitar el conflicto social, pues en el silencio se asentaba el atropello. Todavía a principios de este siglo se negaba la evidencia. Era muy fácil de creer fuera de Cataluña, porque ¿cómo se iba a creer en el resto de España que en uno de sus territorios no se pudiera estudiar en la lengua del Estado? Sólo cuando coparon la educación por completo, y se sintieron seguros socialmente, la reivindicaron como imprescindible para evitar la cohesión social. Otra mentira.
Artur Mas no puede ser más ruin. Cuando hace unos días renunció a seguir adelante con la consulta del 9-N, se justificó ante los suyos diciendo que no quería perjudicar a los funcionarios. Hipócrita y tramposo a partes iguales. Se negó a llevarlo adelante porque es más fácil predicar que dar trigo. O si quieren, por pura cobardía. Entonces se escudó en los funcionarios para evitar perjudicarles, y a la primera de cambio que tiene la oportunidad de demostrarlo, no tiene agallas para asumir por escrito la responsabilidad que les quiere traspasar de contrabando. Tiene motivos, UPyD acaba de denunciar ante la Fiscalía del TSJC la alternativa al 9-N por suponer "un evidente fraude de ley".

