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Antonio Robles

El nido de la serpiente

Era kafkiano: quienes estábamos siendo agredidos, impedidos, maltratados, humillados y escupidos éramos señalados con histerismo apelando a las garantías democráticas por quien las estaba conculcando todas.

Me ha sorprendido la indignación política que ha provocado el fanatismo de un grupo de universitarios contra Rosa Díez. Una rara mezcla de alegría y decepción. Alegría porque el mal pierde la inmunidad mediática, y decepción, porque el cáncer dio muchos avisos y ahora ya sólo resta la cirugía.

La policía está para garantizar el orden democrático, y dos de los más importantes son el derecho al libre pensamiento y a la libertad de expresión. En la universidad también, o sobre todo en ella. Y si los nacionalistas lo impiden a la fuerza, a la fuerza habrán de ser reducidos. Por las fuerzas policiales, sí, por supuesto, si no hay otra salida. Pero los responsables políticos y las autoridades académicas hace muchos años que dejaron el espacio a la autosuficiencia del pensamiento excluyente de los nacionalistas. De hecho, eran ellos mismos, son ellos mismos en su mayoría, quienes infectaron la universidad de ideas dogmáticas, confundidos, legitimados por la pasión que les producía creer en ellas. Confundieron su ideología con el sistema democrático, confundieron aquello en lo que creían con las normas de las que nos servimos como sistema para garantizar el juego democrático. Es la mezcla nefasta de la ignorancia con la pasión de la creencia. De ella nace el fanatismo, ese hijo de la autosuficiencia moral que te hace inmune a la mala conciencia o a la duda.

No es la primera vez. De hecho, la exclusión nacionalista es la normalidad en las universidades catalanas. No siempre, sólo cuando arriban a ellas personas o ideas no metabolizables por la verdad de nuestra época: la verdad nacionalista, el catalanismo, la lengua única, la nació catalana.

Son muchos ya los linchamientos sufridos, casi todos ocultados a los medios, del estilo del padecido por Rosa Díez en la Universidad Autónoma de Barcelona el pasado 5 de marzo de 2010. Alguno de ellos, más violentas aún, como el que cita Carlos Martínez Gorriarán en su blog, acaecido en 1999. Publiqué en El Periódico de Catalunya un relato sobre él. Me lo permitieron porque su propio corresponsal recibió indiscriminadamente huevos, pintura y puñetazos. ¡Estaban tan indignados por haber sido agredidos también ellos! ¡Ellos! ¡Qué despropósito! ¡Es que ya no distinguen!, deberían pensar. Lo mismo que hicieron el viernes en la Autónoma con el decano de la Facultad de Ciencias Políticas, Salvador Cardús, otro de los suyos, un maestro de la cosa que un buen día se da cuenta de que los cachorros han crecido y ya no se avienen a razones. Pobre hombre, juro que lo intentó sinceramente, soy testigo; quiso e hizo lo imposible por que se diera la conferencia. Pero se olvidó que la palabra, la sola palabra no es suficiente contra el fanatismo. Son ideas tan generales hoy en la sociedad catalana, están tan difuminadas en los comportamientos, que han acabado por no darse cuenta de su existencia. Forman parte del paisaje y no ven lo evidente: el fascismo de baja intensidad, el fascismo postmoderno. Todo lo justifica la voluntad de "ser" y el odio a España. Es el relato de un tiempo infame donde los malos están legitimados por el sistema y la mayoría silenciosa no es inocente. Porque se callan, porque consienten. Prefieren el buen rollo, adaptarse al paisaje, pasar desapercibidos, contemporanizar, y lo justifican: "No hay que darles gasolina", dicen los muy intelectuales de pacotilla. Mientras, los responsables directos de la universidad, como el decano Salvador Cardús, a quien sólo le queda el recurso a la violencia legítima del Estado que los mozos de escuadra le garantizarían, optan por intentar convencer a la excluida de que por su seguridad sería mejor suspender el acto. "He sido invitada por esta universidad para dar una conferencia, y no me iré sin darla". "No puedo garantizarte la seguridad" –le argumenta compungido–, "debemos suspender el acto". "Si no puedes garantizar la seguridad, es preciso que se visualice la intolerancia. No podemos permitir que ocupen el espacio público, porque si los demócratas lo abandonamos por prevención, se hacen dueños de él, y yo no estoy dispuesta a permitirlo, y tú tampoco lo deberías permitir, nadie lo deberíamos permitir".

Conversación intensa y tensa en el despacho del Decano. Y de pronto, Quin Molins, profesor de la facultad de políticas y responsable de la organización de la conferencia, con determinación, casi rompiendo el aire a gritos, alzó la voz: "No puedes permitir que se suspenda la libertad de expresión una sola vez, porque si se suspende una, se suspenden todas". Y le cantó las cuarenta al Decano. Este sí que le cantó las cuarenta, al Decano y al Titular infame de El Público: "La universidad canta las cuarenta a Rosa Díez". Manera concisa y obscena de resumir la condescendencia con los violentos; porque en el fondo, en este caso también en la forma, el titular fue un descerebrado más de los muchos que esa mañana mancillaron a la inteligencia en la catedral de la razón.

No he querido hacer el relato de los acontecimientos porque afortunadamente, esta vez sí, se han publicado muchos. Pero no dejaré de señalar un detalle significativo, casi ridículo. Cuando estábamos atrapados, literalmente prensados y sin escapatoria posible por una horda de jóvenes energúmenos a la entrada del salón de actos, ocurrió algo que me desconcertó: uno de los jóvenes más violentos que impedía el paso a la representante del pueblo, se revolvió histérico en aquella vorágine de gritos y presiones contra uno de los guardaespaldas de Rosa quejándose de que le contuviera sus empujones. Fue revelador. Era un niñato, como cualquier adolescente consentido incapaz de responsabilizarse de sus actos, pero exigiendo garantías a sus derechos democráticos de forma histriónica. Era kafkiano: quienes estábamos siendo agredidos, impedidos, maltratados, humillados y escupidos éramos señalados con histerismo apelando a las garantías democráticas por quien las estaba conculcando todas. Imposible describir la sensación de asco ante tanta inconsistencia moral, ante tanta falta de ética de la responsabilidad, ante tanta ignorancia y ceguera mental. A su lado, barrando el paso, habían colocado a varias jóvenes, todas chicas con cara de pijas del independentismo, acogiéndose al insoportable machismo de utilizarlas para que fueran la muralla que nadie podría abrir sin dañar los derechos de la mujer. Hasta ese infantil terrorismo de baja intensidad utilizaron para impedir el paso de Rosa al estrado desde donde debía impartir la conferencia.

Rodeados por la horda, sólo la valentía de tantos compañeros que rodearon a Rosa con la determinación de quien está defendiendo la misma libertad, me congratuló con el ser humano. Y también gritaban. Sentí una y otra vez a Primi a mi espalda gritarles fascistas sin miedo, a Vicent Flores aguantar con la camisa rota en la peor situación, a Julio Villacorta, a Carlos Gorriarán, a Manel Gil, a Paco Pimentel, a Román, a Mayka, a Nacho Prendes... y a varios mozos de escuadras de paisano que rodearon a Rosa sin estar. Porque no estaban, porque no podían estar, porque la universidad no admite policías. ¿Por qué creen que salió Rosa aseada del intento?

Hay una generación maltratada por el franquismo que aún cree que la policía es la enemiga de la libertad, sin darse cuenta de que sin orden los violentos camparían por sus respetos.

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