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Joaquín Almunia afirmó que “sólo unos pocos dogmáticos” defienden el cambio de un sistema de pensiones de reparto a otro de capitalización. Ya sé que mal de muchos sólo a tontos consuela, pero en Francia quieren inscribir la televisión pública en la Constitución. Es que es, ¿no lo adivinan?, un “derecho”.

Lo interesante del caso de Almunia es que revela la etapa de la lucha ideológica en la que los antiliberales despotrican contra el liberalismo pero adoptan sus análisis y recomendaciones, aunque siempre acusando a los liberales de ser extremistas o “dogmáticos”. Dice Almunia que el problema de las pensiones no está resuelto –caramba, qué sorpresa- y hay que “aprovechar estos años de bonanza para aumentar el peso del ahorro obligatoriamente destinado a la previsión social”, y sugiere que “un porcentaje de la cuota de cada cotizante menor de una determinada edad se destine a la constitución de su propio plan de pensiones dentro del sistema público”. Bueno, bueno, don Joaquín, no me dirá que eso no se parece a la capitalización. Pero no se preocupe, nunca será usted acusado de liberal, porque claramente no lo es: lo que quiere es que esa capitalización la maneje el sector público, o sea, los políticos, y en vez de dejar a los trabajadores en libertad quiere que sea algo obligatorio.

Catherine Clément dirigió un equipo que estudió la televisión en Francia y concluyó: “la organización del servicio público del audiovisual es un deber del Estado” que debería figurar en la Constitución, a la par que la obligación de “una enseñanza pública, laica y gratuita”. De privatizar, nada: “no es una buena idea”, y como prueba irrefutable apuntan a los ferrocarriles británicos, que nunca fueron privatizados de verdad, y a la energía en California, donde el intervencionismo de los políticos y los grupos de presión económicos y ecológicos fue elevado y permanente. Pero la realidad jamás ha amargado una consigna intervencionista. Y así, tras asegurar que la televisión pública debe “educar, informar y entretener”, pasan elegantemente por encima de la manipulación y el sectarismo político, de la enorme distorsión que los medios públicos provocan en el sector privado, de la obviedad de que no hay ninguna necesidad de que las televisiones sean de los políticos, y menos aún de que éstos descarguen sobre los ciudadanos los millones de euros que comportan estos benéficos entes presuntamente “gratuitos”.

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