Ya tenía cara de funeral el otro día, el de la victoria inapelable del 37 por ciento, el del nacimiento de la nación y las playas abarrotadas de nacionales pachorros. Y ayer ofició su propio entierro. Que se sorprendan otros: ni siquiera en el momento de hacerse el haraquiri más patético de los últimos años pudo esconder esa megalomanía desquiciada e insensata, y tan nacional-pujolista, que ha marcado su infausto paso por la presidencia del Gobierno autonómico catalán. "He cumplido mis objetivos –dijo–. Como persona, como partido y como Gobierno".
José Montilla ha afirmado que Pasqual Maragall se ha ganado "un lugar destacado en la historia del PSC y en la de Cataluña". Esta vez, al ministro de Industria se le ha escapado una verdad. Difícilmente podrá olvidarse su legado: ha sido el primero en hacer "nacionalismo con los votos de la Pantoja" (que diría Jiménez Losantos) desde la Plaza de San Jaime; ha hundido a sus aliados (ERC, Carod) y resucitado a sus enemigos (CiU, Mas); ha presidido un Ejecutivo que no ejecutaba y que cuando ejecutaba no dejaba pasar la menor ocasión de exhibir su incompetencia, su irresponsabilidad y su formidable sectarismo; ha degradado la vida política y social del Principado hasta límites insospechados. Ha, en fin, carmelizado a modo la imagen y la realidad de Cataluña. He aquí el legado de Maragall, esa exacta antítesis del rey Midas, esa descomunal empresa de demoliciones.