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FRANCO: UN BALANCE HISTÓRICO (1)

¿Por qué duró tanto el franquismo?

Libertad Digital ofrece a sus lectores un fragmento del capítulo 13 de Franco: Un balance histórico (Planeta), la más reciente producción de nuestro colaborador Pío Moa. A juicio de Moa, el "largo período de paz" que representó el franquismo ("al que deben sumarse los casi treinta de la actual democracia") "rompe muchos tópicos simplones sobre el violento y cainita carácter español".

Libertad Digital ofrece a sus lectores un fragmento del capítulo 13 de Franco: Un balance histórico (Planeta), la más reciente producción de nuestro colaborador Pío Moa. A juicio de Moa, el "largo período de paz" que representó el franquismo ("al que deben sumarse los casi treinta de la actual democracia") "rompe muchos tópicos simplones sobre el violento y cainita carácter español".
Detalle de la portada de FRANCO: UN BALANCE HISTÓRICO.
[...] Al no existir elecciones entre partidos no hay posibilidad de medir la popularidad del franquismo –y, en particular, de Franco, más prestigiado que sus gobiernos–, dado que otro exponente, las masivas manifestaciones de apoyo que el general recibía en todas partes, es tachado a menudo de manipulación. Pero expondré dos indicios a mi juicio muy significativos: la emigración a los países desarrollados de Europa y la población reclusa.
 
Una manifestación del rápido cambio social y económico en el país consistió en la eliminación del viejo problema agrario por la vía más racional: la emigración de millones de agricultores a quienes el campo nunca podría dar de comer. El grueso de los emigrantes arribó a las ciudades españolas, pero una parte considerable marchó a países como Francia, Alemania, Suiza o Gran Bretaña, adonde afluían también cientos de miles de italianos, griegos, portugueses, yugoslavos y otros. Suele hablarse de tres millones de trabajadores españoles idos más allá de los Pirineos entre los años 1960 y 1974, pero el número real asciende probablemente a la mitad. Al revés que en las clásicas emigraciones a ultramar, no se trató, en la mayoría de los casos, de una emigración permanente, pues la cercanía de los países de destino y la práctica ausencia de desempleo en España, sumada al aumento constante de los salarios, facilitaban un frecuente ir y venir de la mano de obra.
 
Estos emigrantes tenían, en principio, todas las razones para detestar al franquismo. Muchos de ellos, salidos de regiones especialmente conflictivas antes de la guerra civil, podían cargar sobre la dictadura una pobreza que los obligaba a dejar a sus parientes y al entorno familiar, y en los países de destino comprobarían la diferencia no sólo de riqueza, sino de libertades políticas. Debían constituir, por lo tanto, un medio muy proclive a la propaganda de la oposición antifranquista, la cual operaba en el extranjero con libertad e incluso con protecciones políticas, al calor de la leyenda de su lucha por la democracia en España. Y el frecuente ir y venir de los trabajadores debía facilitar extraordinariamente la organización de núcleos de resistencia en el interior.
 
Alexander Solzhenitsin.Pues bien, como sucedió con el maquis, no se cumplieron estas expectativas, en apariencia tan razonables. Los emigrantes, en su vasta mayoría, se interesaron muy poco por cualquier actividad contra Franco, lo mismo en los países de acogida que al volver a su patria. Naturalmente sería falso catalogarlos como activos franquistas o cosa por el estilo. Más justo sería decir que no se sentían incómodos con el régimen. Éste restringía severamente las libertades políticas, pero permitía una amplia libertad personal, que en parte pondría de manifiesto Solzhenitsin cuando visitó el país y levantó tan gran escándalo en la oposición. Julián Marías ha observado también la escasa preocupación popular por la ausencia de dichas libertades, y J. P. Fusi cita a R. Rossanda, una comunista italiana que visitó el país en 1962:
 
"No era una sociedad política silenciada (...) no amordazada, sino vacía o dotada de otros lenguajes".
 
Se ha acusado a Franco de explotar constantemente el resorte psicológico de la guerra, pero el argumento tiene doble filo en boca de quienes lo emplean. Porque la memoria de la guerra debiera haber reavivado la de los días libres y felices –según los críticos– de la República. Por lo demás, es cierto sólo a medias. Aunque la guerra permaneció, lógicamente, como referencia obligada en la propaganda del régimen, el paso del tiempo la transformó en una alusión retórica y un tanto abstracta, y en los años 60 impresionaba a poca gente. La baza clave del franquismo, una vez superado el boicot internacional y la autarquía, consistió en aquella prosperidad sin precedentes que arruinaba las acusaciones de sus contrarios. En cuanto a la República, muy pocos la miraban con nostalgia. En la mente de la mayoría quedó como un episodio oscuro y lamentable de desorden, violencias y arbitrariedades contra la derecha y la religión, y también entre las propias izquierdas.
 
[...]
 
En cuanto a los presos, esperablemente numerosos en una tiranía policíaca, eran en realidad muy pocos, una de las cifras más bajas de Europa. En 1960 ascendía a 15.200, casi todos comunes, y bajó constantemente cada año hasta los 10.700 en 1966. Sólo en el primer bienio republicano hubo una bajada tan sensible, pero con un significado muy distinto: la liberación de presos durante la República respondió casi siempre a medidas demagógicas, pues no vino respaldada por una disminución de la delincuencia, sino por un auge brutal de ella. En los años 60, el corto número de reclusos reflejaba una delincuencia también muy reducida.
 
La población carcelaria volvió a crecer, pero sin superar cifras bajas, a partir de 1968, con 12.100 personas, llegando a 13.900 en 1970 y a un máximo de 14.700 en 1974, con alguna caída intermedia. La causa de este aumento se aprecia con facilidad: en esos años coincidió un aumento de la delincuencia común –entre otras cosas la droga empezó a penetrar en la sociedad española– con la intensificación de las actividades comunistas y la aparición de la ETA. Es difícil saber el número de presos políticos dentro del conjunto, pero probablemente no pasó de dos mil, si llegó a tanto, en el momento de máxima represión, cifra no muy apabullante para un país de más de 35 millones de habitantes en pretendida rebeldía abierta o latente. Normalmente no pasaban de unos centenares.
 
Información de interés al respecto la ofrece el historial del Tribunal de Orden Público (TOP), constituido en 1963 para afrontar la creciente actividad antifranquista. En sus trece años hasta su disolución en 1977, el TOP produjo 9.000 condenas, menos de 700 al año. Los procesados en ese período sumaron 11.261, a quienes el tribunal impuso 10.146 años de prisión, es decir, en torno a un año por persona. Por lo tanto, la gran mayoría de ellos no debió entrar en prisión, pues las penas inferiores a un año no solían cumplirse en la cárcel. Y las penas superiores rara vez, si alguna, se cumplían íntegras. No puede hablarse, definitivamente, de una resistencia numerosa o peligrosa para el régimen. La pintura, tan habitual hoy, de un pueblo humillado y descontento, fuente de una continuada e intensa resistencia a Franco, tiene muy poco en común con la realidad histórica. La inmensa mayoría no sentía humillación ni rebeldía.
 
La duración del régimen queda mejor explicada todavía mediante el examen cualitativo del antifranquismo. (...) se trató de una oposición encadenada a los estereotipos izquierdistas y jacobinos de la guerra. El país había cambiado profundamente, y los enemigos del régimen, con verdadero fanatismo, rehusaban mirar la realidad, pero además lanzaban los peores insultos y excomuniones contra quienes se la ponían ante los ojos. Según sus esquemas mentales, franquismo equivalía a miseria, oscurantismo y represión masiva, y quien lo creyera compatible con el progreso económico, la cultura o cualquier grado de libertad sólo podía ser un agente de Franco. Contra esa convicción de cemento se estrellaban datos y argumentos. Hablo tanto de la oposición pasiva como de la activa o comunista.
 
El PCE, no obstante, a causa de sus derrotas en el maquis y de su muy lento desarrollo posterior, había adquirido cierto realismo, y había diseñado una estrategia más hábil. Fruto de ella serían, en los años 60, éxitos relativos como las Comisiones Obreras, que lograron promover huelgas bastante amplias e infiltrarse en los sindicatos oficiales; o el Sindicato Democrático de Estudiantes, que consiguió demoler al sindicato estudiantil falangista (SEU). También se infiltró en el cine y la prensa (una de las revistas más difundidas, Triunfo, tenía un carácter criptocomunista muy poco críptico, pues nadie lo ignoraba). Éxitos muy relevantes si los contrastamos con las continuas frustraciones del pasado.
 
Ahora bien, aun cuando el PCE utilizaba para movilizar a las masas mil argucias, desde reivindicaciones muy inmediatas hasta las libertades burguesas o la reconciliación nacional, no constituía ni por lo más remoto un partido democrático. Marxista-leninista, aspiraba a implantar en España un régimen inevitablemente parecido al soviético, mantenía relaciones privilegiadas con regímenes tan siniestros como los de Ceaucescu de Rumania, Kim Il Sung de Corea del Norte o Hoenecker de Alemania Oriental y explotaba la reivindicación de libertades como un instrumento para "avanzar" hacia el socialismo real. La historia del partido, para quien la conociera un poco, no podía resultar más reveladora: su pistolerismo inicial, su sabotaje a la República, su pretensión de arruinar la democracia liquidando a la derecha en pleno, su estalinismo exaltado, su sanguinario despotismo durante la guerra civil, su intento de reanimar dicha guerra en la segunda mitad de los 40, las cruentas purgas en su propio seno...
 
[...]
 
A pesar de la trayectoria y la doctrina totalitaria del PCE, cierta historiografía, no necesariamente marxista, ha pintado a ese partido como el rompehielos de la libertad o ha encubierto, bajo el marchamo de "movimiento democrático", la inspiración y manipulación comunista de organismos falsamente plurales, como las citadas Comisiones Obreras o la Asamblea de Cataluña. Los comunistas procuraron siempre, conviene insistir en ello, actuar bajo siglas en las que el calificativo "democrático" era de rigor. Con todo, el PCE nunca logró ocultar del todo el revanchismo y la tiranía connaturales a él. A lo largo de los años 60 surgieron numerosos grupos llamados maoístas, predicadores de la violencia inmediata y próximos al terrorismo (lucha armada), que algunos llegarían a practicar. Procedían de la ruptura del movimiento comunista internacional en dos orientaciones capitaneadas respectivamente por Moscú y Pekín.
 
Pero el suceso de mayores consecuencias en esta época fue la entrada en acción de la ETA a finales de los años 60, cuando el franquismo se había liberalizado considerablemente. Grupo comunista o muy próximo al comunismo, y radicalmente antiespañol, la ETA había nacido diez años antes, pero no había pasado de uno de tantos círculos de exaltados a quienes pocos tomaban en serio. Sin embargo, en 1968 cometió su primer asesinato, y entonces todo cambió: pronto el grupo se vio rodeado del cálido aplauso y apoyo de casi toda la oposición, de un amplio sector del clero vasco y no vasco, y de gobiernos extranjeros, en particular el francés, que le proporcionó un inestimable refugio o santuario junto a la frontera española, desde el cual podían los etarras planear sus atentados y retirarse a lugar seguro. La hostilidad de los gobiernos eurooccidentales a Franco cuajaría posteriormente en campañas de solidaridad con los terroristas cuando éstos fueran sometidos a juicio en España, sin mostrar el menor sentimiento hacia las víctimas. El sector autodenominado progresista de la prensa española también procuraba informar sobre los atentados de modo favorable a los asesinos. Con tales nutrientes creció una organización que llegaría a convertirse en la pesadilla de la democracia española.
 
El caso de la ETA revela el carácter de la oposición antifranquista. La mayoría de ella, desde luego, no era terrorista, pero incluso la más pacífica solía ver en los pistoleros a jóvenes idealistas no muy despiertos, autores de un trabajo conveniente, aunque sucio. Cuando cayera el régimen, los idealistas poco despiertos volverían a sus casas con título de héroes, y las rentas de la sangre derramada las recogerían los antifranquistas más "serios", más "expertos" y más "políticos". Juego practicado por las izquierdas desde las primeras décadas del siglo y poco antes de la República en relación con el terrorismo ácrata. Y siempre con el mismo error en las cuentas.
 
¿Qué ocurrió con otras oposiciones, como las de los nacionalistas catalanes y vascos, la de los republicanos, la socialista o la anarquista? Los ácratas llevaron a cabo campañas poco sistemáticas de atentados a finales de los años 40 y principios de los 50, también pusieron alguna que otra bomba a mediados de los 60, sin influir para nada en la sociedad. Los nacionalistas catalanes y vascos vivieron tranquilamente dentro y fuera de España y no dieron problemas dignos de mención a la dictadura. Lo mismo cabe decir de los socialistas. Bastantes viejos militantes de esos grupos ingresaron en instituciones del régimen, incluso en la Falange. Sólo hacia el final del franquismo, ya en los años 70, se reorganizaron los partidos nacionalistas y el PSOE, con evidente permiso de la Guardia Civil y ayudas de origen no siempre claro, ya que el Gobierno y diversos intereses extranjeros creían a esos partidos posibles contrapesos de la ETA y el PCE. Los republicanos no volvieron a levantar cabeza.
 
No hay exageración, por lo tanto, en el aserto de que la oposición fue ante todo y en todo momento comunista o terrorista, y lo mismo, evidentemente, la inmensa mayoría de los presos políticos. La oposición, entonces, tenía un carácter mucho más totalitario y antidemocrático que el régimen combatido, y difícilmente podía constituir una alternativa política razonable para la inmensa mayoría de los españoles de cualquier región.
 
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José María Gil-Robles.Llama poderosamente la atención el hecho de que la suavización del régimen y el bienestar en aumento no alentasen una oposición liberal algo amplia y que, en cambio, la oposición real tendiera a radicalizarse incluso en sentido terrorista. (...) Hasta el mismo final no existió alternativa viable al régimen, y un aspecto más de esa ausencia de salida razonable era precisamente la radicalización de los antifranquistas.
 
Lo más aproximado a un acto de oposición democrática consistió en la reunión de junio de 1962, en Munich, de 118 opositores liberales, socialdemócratas, monárquicos, democristianos, separatistas vascos e incluso marxistas del PSOE y del Frente de Liberación Popular. Buscando una salida para España, recomendaron el cierre del Mercado Común Europeo al franquismo. Destacaron en el encuentro Salvador de Madariaga, Gil-Robles y varios antiguos franquistas como Satrústegui, Ridruejo o Álvarez de Miranda. Ninguno tenía detrás un partido de alguna entidad o representatividad, pero pensaban aunar esfuerzos entre ellos, excluyendo a los comunistas, aunque no osaran condenarlos abiertamente. La iniciativa surgió, probablemente, de la mezcla de susto y esperanza causada por la oleada huelguística de aquella primavera, originada en la minería asturiana y extendida a Vizcaya, Madrid y otras provincias, hasta afectar a unos 100.000 obreros. Las huelgas, fundamentalmente espontáneas y con aspiraciones laborales limitadas, no adquirieron excesiva envergadura, pero al estar prohibidas entrañaban un reto al Gobierno. Muchos creyeron hallarse ante el comienzo de un movimiento desestabilizador de vasto alcance, capitaneado por el PCE. Temieron entonces un rápido declive del franquismo, que sería aprovechado por la oposición activa (comunista), y quisieron adelantarse a los acontecimientos. De nuevo un falso cálculo.
 
Franco tomó muy a mal el episodio. Aparte del perjuicio que le causaba en relación con el Mercado Común, y por sus declaraciones contra el régimen, consideró a los de Munich compañeros de viaje del comunismo y aventureros políticos, cuyas maniobras sólo podían abocar, como en el pasado, a alteraciones revolucionarias. Con Gil-Robles se había entendido muy bien en 1935, cuando éste ejercía de ministro de la Guerra y él de jefe del Estado Mayor, pero le había cobrado desprecio tras las presiones del político en torno a don Juan para derrocarle, al término de la guerra mundial. En consecuencia desencadenó una campaña desproporcionada contra el "contubernio de Munich", intento de reeditar el Pacto de San Sebastián, a su entender. Arrestó momentáneamente a varios asistentes y desterró a otros a diversos puntos del país. Gil-Robles, residente en España desde 1953, y algunos más, prefirieron quedarse en el extranjero.
 
[...]
 
Al margen de estos movimientos, el ambiente social y el mismo franquismo fueron liberalizándose de modo paulatino y finalmente acelerado. Por esa razón la evolución a la democracia iba a transcurrir sin demasiados traumas, a partir de los propios seguidores del Generalísimo y en contra de las expectativas y deseos protagonistas de la oposición.
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