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Un legado perdurable

En la hora de su muerte, 14 años después de haber abandonado el poder, ya ha sido emitido el veredicto de la historia, que lo sitúa entre los grandes presidentes de los Estados Unidos. Mientras ocupó el cargo, fue uno de los más denigrados en dos siglos de historia por la oposición llamada allí liberal, que viene a coincidir con los que en Europa se denominan  socialdemócratas. Los intelectuales de esta tendencia, todavía mayoritarios en sus años de Washington, 1982-1990, lo hicieron objeto de toda clase de escarnios. El más recordado hoy es el de “amable zoquete”, aunque la realidad es que muchos se negaban a reconocerle el elemento de amabilidad y utilizaban caracterizaciones mucho más agresivas.
 
En 14 años, aquella inquina ha desaparecido casi como por ensalmo. Al menos en su manifestación pública. Aquellos a los que les duele reconocer prendas han recurrido por lo general a otras tácticas menos directas. Mientras el Washington Post anunciaba su muerte a toda plana, el New York Times sólo le dedicaba media columna. Los detractores de entonces se han refugiado en la denuncia de la hipérbole de las conmemoraciones y han tratado de rebajar la importancia de su legado punto por punto, pero separadamente. Sintomático el artículo del economista Paul Krugman, negando el papel de la reganomics en el control de la inflación y el saneamiento de la economía, que acaba diciendo “honremos a Mr. Reagan por sus auténticos logros, no lo deshonremos con alegaciones falsas sobre su historial económico”. Todo un homenaje viniendo de quien viene, aunque no cite ningún otro logro ni tenga razón en el objeto específico de su crítica.
 
Muchos son los logros en estos días recordados pero ninguno tanto como su victoria en la Guerra Fría. Nadie duda que tamaña conmoción geopolítica y batalla ideológica transciende la acción de cualquier individuo por poderoso y grande que sea.  Pero, contra todo el dogma imperante, Reagan creyó que la absoluta superioridad del sistema americano de libertades y la fragilidad inherente del despotismo soviético hacía factible y deseable su derrota. No se trataba de perpetuarlo dotándolo de un cierta legitimidad mediante la coexistencia. La victoria era posible y se propuso obtenerla.
 
La llaneza de su lenguaje llenó de esperanza a los oprimidos y la resuelta firmeza de su rearme sembró la desazón entre los opresores. La expresión “imperio del mal”, con todo lo que compendia,  y el programa de defensa contra misiles conocido como “guerra de las galaxias” actuaron como poderosos corrosivos del imperio soviético y la decadente ideología que trataba de justificarlo. Algunos evalúan el impacto de su actitud activa en un acortamiento de hasta 20 años de la vida de un sistema que no tenía futuro, como ahora todo el mundo sabe, pero casi nadie entonces.
 
Y no se trata sólo de haber acelerado el fin de un moribundo con la apariencia de un coloso invencible. Incluso los pocos que creían en la inviabilidad a la larga de un sistema tan plagado de inmorales absurdos temían que sus estertores de muerte pudieran provocar una catástrofe de proporciones incalculables. La diplomacia de Reagan, empujando a Gorbachov a hacer lo contrario de lo que se había propuesto, salvar el sistema soviético, preparó el terreno para una demolición controlada que ahorró al mundo los grandes desastres que eran de temer. 
 
En ese proceso desempeñó un papel central su revolucionaria actitud ante las armas nucleares, en abierta ruptura con la sabiduría consagrada del stablishment liberal. No se trataba de limitar su crecimiento, sino de reducir su número, no se trataba de ofrecerle la yugular al enemigo mediante la puesta en práctica de la doctrina de “destrucción mutua asegurada”  sino de utilizar la superioridad científica, tecnológica y económica americana para poder neutralizar un ataque de la otra parte, convenciéndola de paso de la inutilidad de competir con América, objetivo que logró plenamente.
 
Ese realismo revolucionario y esa apoteosis del sentido común en abierta ruptura con las utopías de la ortodoxia de las izquierdas del momento, así como su absoluta imperturbabilidad ante las altaneras y muchas veces insultantes críticas de aquellos que veían conculcados su más queridos dogmas,  marcan también muchos otros aspectos de su no menos importante legado en política interior. Ninguno de tanta trascendencia como el haber dado un impulso definitivo al gran movimiento conservador americano, fiel a las mejores tradiciones democráticas e igualitarias del país y liberal, por supuesto, en el sentido europeo de la palabra.
 
Ese movimiento tiene sus orígenes a mediados de los sesenta en la candidatura a la presidencia del senador Barry Goldwater, y ya entonces Ronald Reagan estuvo en su arranque con un discurso que luego sus partidarios llegaron a conocer como “El Discurso”.  Pero Goldwater fracasó en sus pretensiones, mientras que Reagan fue capaz, quince años más tarde, de poner en práctica sus ideas.
 
Ideas y práctica, he ahí la clave de sus enormes éxitos. Siendo tan importantes y positivos los cambios que supo llevar a cabo y tan grande la admiración y el agradecimiento de la mayoría del pueblo americano, plasmados en los extraordinarios resultados de su segunda elección, resulta llamativo que nadie diga de él que fue un genio político. Era un gran comunicador y un optimista impenitente que consiguió devolver la confianza en sí misma a una nación deprimida. Pero por encima de todo tenía las ideas adecuadas para el momento y la voluntad de ponerlas en prácticas contra todas las convenciones de la época. Esa fue su grandeza.
 
GEES: Grupo de Estudios Estratégicos

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