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NUEVA DOCTORA DE LA IGLESIA

Hildegarda de Bingen: la reforma mediante la belleza

El 18 de diciembre saltaba la noticia: el papa Benedicto XVI canonizará y nombrará Doctora de la Iglesia a Hildegarda de Bingen, una abadesa alemana del siglo XII. Podría parecer una noticia destinada exclusivamente a eruditos y teólogos, pero la extraordinaria naturaleza de la implicada la acerca a los fieles y no tan fieles de hoy en día.


	El 18 de diciembre saltaba la noticia: el papa Benedicto XVI canonizará y nombrará Doctora de la Iglesia a Hildegarda de Bingen, una abadesa alemana del siglo XII. Podría parecer una noticia destinada exclusivamente a eruditos y teólogos, pero la extraordinaria naturaleza de la implicada la acerca a los fieles y no tan fieles de hoy en día.

Los Doctores de la Iglesia son nombrados tales por la vigencia de su pensamiento. Sólo hay 33 (más el español Juan de Ávila, que será nombrado este año), de los cuales tres son mujeres. Ahora, con Hildegarda, son cuatro.

Hildegarda fue una mística que se dedicó a la medicina, la biología, la teología, la literatura y la música. De lo mucho que legó, empezando por sus tratados científicos y continuando por la lengua que inventó –y que llamó lingua ignota (lengua desconocida)–, lo que ha sobrevivido mejor al paso del tiempo son sus extraordinarias composiciones musicales y tres libros de visiones: Scivias, Liber divinorum operum y Liber vitae meritorum. En cada uno de ellos aparecen dibujadas sus visiones, junto con una explicación teológica de cada uno.

De Hildegarda de Bingen se han podido decir muchas cosas, unas más acertadas que otras: que fue una protofeminista, una visionaria, una sabia, una naturista o una profea, entre otras. Aunque algunas de estas cuestiones se deben discutir y precisar, aquí queremos rescatar a Hildegarda especialmente como profeta privilegiada que revela las maravillas de Dios y que por tanto es una amante de la belleza, una trovadora de Dios.

La profecía es definida por Abelardo como "la gracia de interpretar y exponer las palabras divinas" y por Hugo de San Víctor como "una inspiración divina que hace conocer el advenimiento de cosas escondidas en su verdad inmutable". Hildegarda se presenta en este sentido como esa voz elegida en un momento turbulento (recordemos que en esta época proliferan los profetas y las corriente heréticas) que expone las palabras divinas para guiar y conducir al hombre en el mundo. El hecho de que Eugenio III y San Bernardo de Claraval (también Doctor de la Iglesia este último) aprobaran las visiones de Hildegarda no puede sino entenderse como el reconocimiento de que era un canal de Dios, lo que le valió el apodo de la Sibila teutónica (o renana).

Su figura ha interesado a Benedicto XVI por su trabajo como reformadora. Como destacó el Papa, los cátaros proponían reformar la Iglesia para combatir los abusos del clero. Ella les reprendió por querer subvertir la naturaleza misma de aquélla, alegando que la verdadera renovación no se consigue derribando las estructuras, sino con espíritu de penitencia y siguiendo un camino continuo de conversión.

Este espíritu de reforma sólo puede entenderse a través del testimonio que dejó de sus revelaciones. Su Liber divinorum operum, por ejemplo, nos descubre una cosmovisión en la que predominan la poética y belleza. Su primera visión reza:

Yo contemplé entonces, en el secreto de Dios, en el corazón de los espacios aéreos del sur, una maravillosa figura. Tenía apariencia humana. La belleza, la claridad de su rostro eran tales, que mirar al sol hubiera sido más fácil que mirar ese rostro (...)

En esta misma obra, Hildegarda expone su concepción sobre el hombre y la mujer, que también preña de belleza y que supuso, según algunos críticos, la primera teoría completa sobre la complementariedad de sexos:

La mujer es en quien el hombre se reconoce, forma de gran belleza, y ninguno de ellos puede vivir separado del otro. El hombre designa la divinidad del Hijo de Dios, y la mujer, Su humanidad.

Sin duda, en esta complementariedad total, indisoluble de principios, podemos encontrar la determinación de Hildegarda por reivindicar la unidad cosmológica en todos los planos: macrocosmos-microcosmos, Dios-humanidad, hombre-mujer, forma-idea. En este juego de correspondencias tan propio del Medievo, la forma de entender la belleza reluce con especial fuerza.

Los rituales que realizaba en su congregación, en los que ella y sus compañeras se disfrazaban cual primorosas novias de Dios con claros vestidos y adornos en el pelo; su música, sus celebraciones y descripciones de la naturaleza no son sino la cristalización de este espíritu. Es decir, que mediante la acción, mediante la afirmación de la vida –de la creación de Dios–, Hildegarda pretendía corregir las desviaciones dentro y fuera de la Iglesia, cuyos miembros demasiado a menudo vivían (viven) de espaldas a las esencias del mundo. En otras palabras, no realizaban ese continuo camino de conversión al que se refería Benedicto XVI, cuya base sería afirmar la creación divina.

Pese a ser una mujer reformadora y notable en su tiempo por su valía, hasta el punto de granjearse envidias por abades que en la jerarquía eclesiástica estaban por encima de ella, no hay que confundir sus logros y caer en lecturas feministas que poco corresponden al momento. Aunque muchos se han empeñado en ver en Hildegarda una rara excepción que contrariaba la concepción aristotélica de la mujer y el hombre, ella no se contemplaba a sí misma ni mucho menos como una revolucionaria, sino como una paupercula feminea forma (una pobre criatura femenina) a través de la cual Dios obraba en tiempos de caos. Si salió indemne de los enfrentamientos que tuvo con cierta jerarquía eclesiástica fue porque siempre encontró poderosos defensores. Su historia, así, es similar a la de innumerables santos y reformadores, como San Francisco de Asís o San Juan de la Cruz.

Hildegarda es ya santa, y fue una de las primeras personas a quienes Roma aplicó el proceso de canonización; pero el suyo topó con tantas trabas, que se paralizó del todo. Ahora, Benedicto XVI por fin formalizará esta santificación, antes de nombrar a aquélla Doctora de la Iglesia, una distinción que, teniendo en cuenta que honra la erudición y distingue a quienes han sentado las bases de la doctrina, no puede ser más pertinente. 

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