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Lo confieso: hasta hace sólo unas horas, seguía convencido de que el catalán moderno que fabricara el ingeniero Pompeu Fabra constituía una delicada, precisa y muy sutil maquinaria gramatical que servía para todo, salvo para contar la verdad. Sí, lo admito: hasta hace un rato, estaba firmemente persuadido de eso; de que, en Cataluña, la famosa normalización lingüística sería una quimera irrealizable, por los siglos de los siglos; otra fantasía absurda de cuatro iluminados. Pues la normalización del idioma no reside, como ordenan los escribas la edición regional de El País, en que Montilla aprenda a usar correctamente los pronombres débiles. Sino en que los hablantes transcriban lo que piensan con acentos abiertos, ces cerillas y eles geminadas; lo que piensan, no lo que por el bien de la tribu deben pensar.
Pero el catalán normativo, que ha sido un idioma capaz, por ejemplo, de producir una poesía notable y una narrativa más que correcta, sin embargo, un día dejó de ser útil para, simplemente, expresar la verdad. Eso sucedió una mañana de primavera, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, dentro de una gran sala de la Abadía de Montserrat. Aquella mañana, otro ingeniero, aunque no industrial como el primero sino de almas, fundaría Crist i Catalunya, el germen aún embrionario de lo que después sería Matrix. El joven ingeniero de las letras y los fonemas se llamaba Jordi Pujol, y por entonces presidía la Cofradía de la Madre de Dios del Virtèlia. El colegio en el que ya bajo su batuta espiritual se forjaban, entre otras futuras glorias domésticas, los alumnos Pasqual Maragall, Federico Mayor Zaragoza, Josep Maria Trias de Bes, Xavier Rubert de Ventós o Daniel Giralt-Miracle.
Claro que la buena nueva se habría de difundir más tarde –y durante años– en la espaciosa residencia del patricio Joan Reventos, el fundador del PSC. Pero fue aquella mañana, allí, en Montserrat, cuando se marcó por primera vez el limite infranqueable de lo, desde entonces, se podría decir y escribir en catalán. A saber, que jamás hubo una guerra civil, sino que la de 1936 fue una carnicería entre la civilizada Cataluña y la gárrula España. Ya nunca más habría, pues, catalanes malos, ni castellano bueno. Y, de paso, el catalán dejaría de ser un idioma y pasaría a transformarse en el arma arrojadiza que sigue siendo hoy.
De ahí, primero el asombro, después la perplejidad y más tarde la admiración, al dar uno en leer "Lluís Companys. La veritat no necessita màrtirs". Que el viernes, coincidiendo con el setenta y cuatro aniversario del Seis de Octubre, Enric Vila, un catalán catalanista –es decir, nacionalista– haya osado publicar la verdadera historia de aquel pobre hombre, y en catalán, es un acontecimiento memorable. Sobre todo, para los filólogos. Que permanezcan muy atentos a la pantalla los de ese gremio: el catalán parece que está a punto de convertirse en una lengua viva. Por fin.