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EDITORIAL

Mentir a todos, menos a ETA

La novedad es que este Gobierno da por amortizada a la oposición representada por el PP y las víctimas de ETA, cuya autoridad moral incluso ha dejado de considerar una cortapisa a su objetivo de poder.

Al principio, era fácil llevar la cuenta de los incumplimientos del presidente sobre lo que prometió hacer y no hacer para negociar con ETA. Los plazos rodaron de pronto de fechas; el cese de la violencia se verificó con el mismo respeto a la verdad que guía otros informes de los mandos policiales nombrados por Alonso y Rubalcaba; la pregonada transparencia se volvió esfinge; el respeto al Parlamento se quedó en simple gusto por sus pasillos; perseguir terroristas dejó paso a servirles chivatazos; y, en fin, pronto se vio que ETA y el PSOE se conocían de viejo y que su trapicheo en nombre de la paz tendrá precio y lo cobrarán sólo los terroristas.

Con ser infame, sin embargo, la estafa parecía acotada a las dimensiones de una certeza inefable aunque inequívoca: la de que el llamado "proceso de paz" no sería lo que su promotor había prometido. Muchos españoles –millones, a juzgar por el éxito de las protestas contra la negociación– desconocían hacia dónde se dirige, pero enseguida se dieron cuenta de que no será hacia la derrota de los terroristas.

La coartada moral de la paz ha sido el anestésico multiusos que un político ventajista como el presidente de este Gobierno ha aplicado para manipular la esperanza de la gente mientras teje lo que quiera que sea con ETA en un barrizal cada vez más turbio e infestado de embustes.

En un preciso momento de este embaucamiento llamado "proceso de paz", en el que los terroristas entran por la puerta y la Justicia salta por la ventana, la mentira ha pasado a ser lo único cierto de lo poco que se ve y lo mucho que se sospecha de los tratos de Zapatero con ETA. Ese peligroso punto de inflexión, en el que hay que volver del revés las palabras de un político para conocer todo lo que dicen y lo que tapan, se ha producido este fin de semana, por partida doble.

La televisión noruega, citando a su Gobierno, ha confirmado este sábado la existencia de contactos de representantes del Gobierno y de la banda terrorista en Oslo. Poco antes, sin sospechar que sería puesto en evidencia por las autoridades noruegas, el ministro español de Interior había negado todo contacto con ETA. "No aún, y no en Oslo", dijo Pérez Rubalcaba con esa facilidad que tiene para hacer de la mentira un alarde de economía expresiva y con el rostro encallecido desde la última vez que dijo la verdad. En el dilema de a quién creer, si al Gobierno noruego que dice que los enviados de Josu Ternera y los de Zapatero se están reuniendo bajo la mediación de los mismos asesores que prepararon los acuerdos de Oslo entre Israel y el movimiento terrorista de la OLP, o bien a Rubalcaba, el portavoz del Gobierno del GAL y el responsable de la falsificación de informes de la investigación del 11-M, cualquier testigo de nuestro tiempo con dos dedos de frente lo tendrá muy claro.

El otro signo de que la negociación con ETA discurre por un tobogán de etapas apresuradas y secretas hacia los objetivos de la banda –autodeterminación, Navarra y amnistía– y de Zapatero –un poder absoluto con una oposición que se resigne a ser comparsa de legitimidad o desaparezca– lo ha servido este fin de semana el presidente del Gobierno, con la patraña de su "cercanía" personal al PP ante el proceso de paz.

Su prioridad debería haber sido responder a la acuciante pregunta que hace siete días, y en nombre de sus sobrinos huérfanos por culpa de ETA, le formuló Teresa Jiménez Becerril durante la multitudinaria manifestación de oposición al diálogo con ETA celebrada en Sevilla: "Señor presidente", le dijo la hermana del concejal Alberto Jiménez Becerril, asesinado por terroristas junto a su esposa, "mis sobrinos son niños, pero no son tontos. Explíqueles mirándoles a los ojos qué es lo que está usted negociando con ETA".

La prioridad de Zapatero debería ser, a fecha de hoy –más de una semana después del plazo al que él mismo se comprometió para informar del llamado "proceso"–, comparecer en el Parlamento y explicar qué hace tratando con ETA cuando la banda ni deja las armas ni renuncia a sus objetivos políticos ni acata la Constitución.

Sin embargo, ha descubierto que mentir a la opinión pública sobre su cercanía a los principios defendidos por el principal partido de la oposición o despreciar a las víctimas le sale gratis. Va a seguir faltando a su palabra y a su deber de gobernante cuantas veces le sirva a su propósito de apañar con ETA una paz que le ayude a ganar las próximas elecciones generales a cambio de entregar a la banda cualquier cosa que pida.

La novedad, en ambos síntomas, no son gobernantes socialistas que mienten, por muy desdichada y persistente que resulte esta tara en los últimos 100 años de la Historia de España. La novedad es que dan por amortizada a la oposición representada por el PP y las víctimas de ETA, cuya autoridad moral incluso han dejado de considerar una cortapisa a su objetivo de poder.

El PP tiene un serio desafío: truncar la natural evolución de un gobierno falsificador a un gobierno despótico entre la indiferencia de la gente.

En España

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