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Cristina Losada

Neuronas "progresistas"

Aunque esto no lo ha estudiado el doctor neoyorquino, los cerebros de los que presumen de "progresistas" presentan características singulares que los inducen a creer en las palabras y no en los hechos, en las intenciones y no en los resultados.

Al fin, un estudio científico viene a ratificar lo que siempre han dicho Pepiño Blanco y otros intelectuales del progresismo ortodoxo de sí mismos. Que están más abiertos al cambio y a la innovación que el resto de los mortales. Cierto que el experimento se ha realizado sólo con 43 sujetos y que su autor, el doctor David Amodio, ha advertido que no deben extrapolarse los resultados, pero el hecho es que, como proclama un reportaje de El Mundo, se han detectado por vez primera "diferencias neurológicas entre individuos que se definen a sí mismos como conservadores o progresistas". Consisten aquellas en que los primeros son más reacios a adoptar cambios en su pensamiento y en sus juicios morales, mientras que los segundos son más receptivos al cambio y más capaces de romper viejos hábitos. El tópico y el lugar común han encontrado un agarre en las neuronas. Pero si pasamos del laboratorio a la realidad comienzan las dificultades.

Como las nuevas de ese informe llegan en el aniversario de los atentados del 11 de septiembre, viene a cuento recordar que aquella masacre supuso un vuelco histórico. Apareció en toda su potencia destructora un terrorismo islamista que se había venido incubando ante los brazos cruzados (actitud conservadora) de las democracias occidentales y especialmente, de Estados Unidos (Clinton, progresista). Surgía un tipo de guerra distinto a todas las anteriores. Aquel terrorismo se erigía en la principal amenaza para las sociedades abiertas. Y, sin embargo, esos factores nuevos sólo entraron en las neuronas de la izquierda para ser despachados en los términos rutinarios: Estados Unidos fue declarado culpable. No contentos con mantener ese hábito de pensamiento, los "progresistas" del mundo se revelaron como fieros defensores del statu quo. Lamentaron que se derrocara a los talibanes que alojaban a las huestes de Ben Laden e hicieron todo lo posible para que se dejara en paz, con sus genocidios, a Sadam Husein. En suma, hay novedades ante las que los cerebros del progreso se cierran en banda.

Pero es verdad que hay otros cambios a los que se abren con gusto. Aquí, sin ir más lejos, los mismos que defendían la política antiterrorista del sepultado Pacto por las Libertades, pasaron a abogar de un día para otro por todo lo contrario. Quienes no aceptaban la negociación política con ETA, la aceptaron; quienes no querían ceder ante esa banda, quisieron; quienes habían dado calor a las víctimas del terrorismo, las insultaron. Esa innovación penetró en las neuronas con enorme facilidad. Y no sólo en las de los dirigentes socialistas, de flexibilidad probada, sino también en las de sus seguidores. Y es que se cumplía la única condición requerida para que en los predios "progresistas" se asuman giros copernicanos: que los promueven "los suyos". Siendo así, cualquier mutación se digiere y se metaboliza ipso facto. Sin discusión.

Pues, aunque esto no lo ha estudiado el doctor neoyorquino, los cerebros de los que presumen de "progresistas" presentan características singulares que los inducen a creer en las palabras y no en los hechos, en las intenciones y no en los resultados. Piensan así que todo lo que hace un "progresista" declarado redunda en el progreso de la humanidad; y si la realidad lo desmiente, simplemente la apartan. Habitan una caverna ideológica muy confortable y no quieren salir al exterior. Creen incluso que allí disponen del monopolio de la verdad y de la crítica, lo que los incapacita para buscar la primera y para ejercer la última. Esas taras han hecho de ellos una especie dogmática, sectaria, mudable y, a la vez, conservadora. Sobre todo, naturalmente, de sí misma.

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