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EDITORIAL

Cristianismo y familia, fundamentos de una sociedad libre

Si la lucha de Juan Pablo II por librar al mundo de la monstruosa experiencia del comunismo acercó a muchos liberales hacia la Iglesia, el ataque del progresismo contra la civilización occidental debería convertir esa alianza en algo más permanente.

Durante demasiado tiempo, especialmente en el siglo XIX, el liberalismo y el catolicismo estuvieron enfrentados. Los liberales veían a la Iglesia como una amenaza a la libertad individual tan grande o en ocasiones incluso mayor que el Estado, mientras que los católicos veían en los primeros un peligro para las costumbres y la moral, además de para el papel de la Iglesia en el orden social. Sin embargo, el paso de los años ha traído un acercamiento que ha llegado incluso a formalizarse en una corriente política, el liberalismo conservador, que cuenta con no pocos seguidores en el mundo y en España.

El cambio más notable desde el punto de vista de los teóricos liberales ha sido el descubrimiento de la importancia de la tradición dentro de una sociedad libre, y del papel que juegan instituciones como la moral para que el Estado pueda reducirse y confiar buena parte de las competencias que se ha atribuido a los propios ciudadanos. Habría que ser ciego también para no darse cuenta a estas alturas que las mismas raíces de las que creció el árbol del liberalismo sólo se han afirmado en la cultura judeocristiana. No es casualidad que la defensa de los derechos individuales naciera en Occidente, ni que fuera esta civilización, por medio sobre todo del imperialismo británico, la que terminara acabando con una institución hasta entonces universal como es el esclavismo.

Muchos católicos, por su parte, tras la completa aceptación de la separación entre Iglesia y Estado, han sufrido en sus carnes cómo la ideología predominante del progresismo ha ido atacando una por una todas las cosas que les son queridas y que conforman su modo de vida. En muchas ocasiones, sí, el ataque se ha limitado a las tribunas de la prensa y la televisión, pero en otras –especialmente en esta última legislatura– ha sido el propio Gobierno el encargado de encabezar esa ofensiva. Para el progresismo, la religión debe limitarse al ámbito privado, y como el Estado debe ocuparse cada vez de más y más cosas, ese ámbito se ve continuamente reducido. Así, los católicos han visto en la disminución del Estado, al menos en ciertos ámbitos como el educativo, la única vía para poder seguir viviendo de acuerdo con sus creencias.

Durante más de un siglo la izquierda se ha empeñado en situar la familia como un entorno hostil al individuo, que lo coarta y le pone cadenas y le impide alcanzar su pleno potencial. Pero cualquiera que conozca su historial en materia de libertades debería desconfiar de cualquier afirmación que pueda hacer al respecto. Desde Rousseau, el buen progresista considera que el ser humano no es aún el ser bondadoso que considera que es de forma natural por culpa de de diversas instituciones que lo van echando a perder. Sólo la izquierda, desde una posición de poder, puede eliminar esas trabas para que un hombre nuevo pueda alcanzar todo el potencial del que somos capaces. Así, el castigo al delincuente se sustituye por reeducación y reinserción, la enseñanza por educación para la ciudadanía, la familia por el cálido abrazo del asistente social y el apoyo del Estado del Bienestar, la religión por la ciencia.

Pero en lo que cristianos y liberales están de acuerdo es que son precisamente esas instituciones las que impiden que el hombre acabe convirtiéndose en el lobo para el hombre. Si la lucha de Juan Pablo II por librar al mundo de la monstruosa experiencia del comunismo acercó a muchos liberales hacia la Iglesia, el ataque del progresismo contra la civilización occidental debería convertir esa alianza en algo más permanente. La defensa de la familia cristiana, de la familia tal y como la entendemos en España y en Occidente, forma parte sustancial de esa lucha. Pues sin ella nos encontraríamos inermes y desprotegidos frente al Estado. Es un motivo por el que debemos mostrar nuestra satisfacción ante la concentración de este domingo, más allá de la coyuntural lucha frente a Zapatero.

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