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José Enrique Rosendo

El burka y Zapatero

Zapatero cree que los ciudadanos de un mismo país tienen derecho tanto a matrimoniar homosexuales, sin que nadie pueda osar a criticar esta medida, como a colocarle un burka a una niña de cinco años de edad.

La izquierda española ya no es otra cosa que una combinación impúdica entre oportunismo, de un lado, y populismo pueril, de otro. A falta de un anclaje ideológico serio y dotado de coherencia, tras la abrupta hecatombe del comunismo y el fracaso del intento de rediseño de la socialdemocracia que la Internacional Socialista encargó en su día a Felipe González y un grupo de notables de medio mundo, sus dirigentes patrios han ideado una especie de Arcadia perfecta a cuyo servicio han puesto sin el menor pudor todo el aparato que les permite el Estado: regulación normativa, reeducación social, intervencionismo económico, revisionismo histórico, fiscalidad, medios de comunicación...

Y para ello, además, tienen la imperiosa necesidad de doblegar el pulso a quienes se alineen en la otra acera, bien sean empresarios con criterio propio, las instituciones cristianas o por descontado sus adversarios políticos y mediáticos. ¿Verdad, Federico?

La justificación perfecta para este accionar político lo presta un sencillo y efectivo alambique de razones difícilmente eludibles: el neoautonomismo, el cambio climático, la inmigración, la modernidad, la paz universal, el progreso e incluso la salud pública.

En esta suerte de estrategia, que Zapatero definió el pasado mes de agosto en una entrevista con el director de El País como la "definitiva modernización" de España, todo el que no comprenda, acepte y postule esa Arcadia perfecta se sitúa automáticamente en la extrema derecha o en la derecha extrema.

Y para ello cualquier argumento es bueno: basta con que hablen para que ese vogueprogresismo feliz de políticos, periodistas, pseudopensadores y artisteo variopinto se lance en tromba repitiendo goebbelianamente ese descalificativo, hasta que definitivamente cale en la población.

La situación, de tanto rizar, ha llegado al puro esperpento. De modo que ahí tenemos nada más y nada menos que al señor Llamazares defendiendo el derecho (más bien obligación) a que las mujeres islámicas luzcan el velo sin límite alguno. En poco tiempo, y siguiendo los argumentos de esta izquierda oportunista, llegaríamos a la misma conclusión asombrosa del arzobispo de Canterbury, y vindicaremos la aplicación de la sharia para uso exclusivo de esa minoría. Es simplemente una cuestión de número: que aumente la población de musulmanes en nuestro país hasta el punto de que se conviertan en una apreciable mayoría dentro de las minorías, que ya veremos.

No alcanzo a comprender muy bien cómo se puede combinar todo ese trasiego feminista de cuotas, eliminación del lenguaje de género, lucha contra la violencia sexista, etc., con el respeto a una serie de tradiciones islámicas que representan de forma atroz todo lo contrario.

Uno puede caer en el inmenso error de creer que existe un islamismo moderado y contemporáneo, al que debemos respetar, y otro radical e integrista, perfectamente condenable. Pero eso no es cierto. El islam, por definición, es integrista en la medida en que confunde necesariamente el ámbito religioso del político o el civil. Su propio ideario religioso es un detallado compendio de normativas que regulan todas las actividades del ser humano con una precisión casi soviética.

En cuanto a las cosas contrarias a nuestro sistema de convivencia, no hay más que echar un vistazo a alguno de los glosarios de los libros que al respecto ha escrito César Vidal, que las cita de modo textual, para estremecernos.

En la feliz Arcadia zapateril no estamos ante una confrontación de civilizaciones, sino ante la responsabilidad de construir una gran alianza entre ellas. La apuesta progrevoguesista ante la inmigración es la de la multiculturalidad y no la de la integración, cuyo pilar ideológico parece sacado de una canción (Mézclate conmigo) de la ex comunista y ahora muy zapateril Ana Belén. Todo candidez.

La idea de Zapatero parte de ese principio de que la izquierda se ha convertido simplemente en un artificio oportunista, dentro del cual no hay valores superiores a otros porque todos tienen el derecho a subsistir. Así, por ejemplo, Zapatero cree que los ciudadanos de un mismo país tienen derecho tanto a matrimoniar homosexuales, sin que nadie pueda osar a criticar esta medida, como a colocarle un burka a una niña de cinco años de edad. Daría igual un sistema de valores basado en la libertad, la democracia y el respeto al prójimo que aquel en que el prójimo sólo es la Umma (comunidad de creyentes musulmanes) y, dentro de ella, con preeminencia del sexo varón.

Lo que no parece comprender Zapatero es que los valores del humanismo cristiano que alumbran los derechos humanos y nuestro sistema occidental deben ser defendidos frente a quienes, poco a poco pero inexorablemente, tratarán de recortarlos y luego reprimirlos para poder cumplir así con los preceptos de su religión, que no es respetuosa con las minorías como sabe muy bien la señora De la Vega, que ha tenido que cubrirse la cabeza cada vez que ha acudido en visita oficial a algún país de mayoría musulmana.

Si el Estado, como nos dijo Friedrich Hayek, tiene alguna función que cumplir, esta es la de preservar la libertad del individuo y el elenco de costumbres que nos hemos dado espontáneamente a lo largo de los tiempos. Pero eso Zapatero no lo comparte y posiblemente ni siquiera lo entienda. Él sigue en su idea de la Arcadia feliz, en la convocatoria del aquelarre de lo más radical de la izquierda destructiva, dispuesta a eliminar sin tapujos cualquier resistencia al mesianismo presidencial: los católicos, por ejemplo. O los liberales, que como todo el mundo sabe son la extrema derecha.

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