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José Enrique Rosendo

La financiación de los partidos y de la Iglesia

Un sistema mucho más democrático y ético sería que los ciudadanos pudiéramos optar, al formular nuestra declaración del IRPF, por otorgar nuestro dinero a la organización política legal que consideráramos adecuada.

Si usted mañana entra en una oficina de cualquier banco a solicitar un crédito hipotecario, es posible que se marche unos minutos después con unos caramelitos de propaganda en el bolsillo y poco más. Las entidades financieras han dificultado el crédito a empresas y particulares, ante la difícil situación del sistema financiero, atado de pies y manos por la desconfianza y la sequía del interbancario.

Precisamente en este contexto Izquierda Unida ha declarado con celeridad que, tras los resultados de las pasadas elecciones generales, ve "impagables" los créditos que contrajo para hacer frente a los gastos de la campaña de Gaspi y Gaspar. Tan difícil que, incluso, piensa que tendrá que abandonar su actual sede federal para acomodarse, digo yo, en uno de los pisitos vacíos de las cooperativas de viviendas que algunos de sus ex dirigentes parece que promueven en algunos pueblos de Madrid y Andalucía en nombre de la causa.

Con un solo diputado en el hemiciclo de San Jerónimo (recordemos que el otro pertenece en rigor a esa sopa de letras con la que andan coaligados en Cataluña), los comunistas y afines van a tener muy complicado no hacer una regulación de empleo en su exigua plantilla. Pero no se preocupen. En la próxima campaña electoral volverán a disponer de créditos para pegar carteles y colocar banderolas.

La curiosa financiación de los partidos políticos españoles se basa en una mezcla de mamandurria y de patrocinio bancario, especialmente de las cajas de ahorros, que para eso las controlan. La mamandurria les viene con las subvenciones por escaños, votos y grupos parlamentarios y municipales. El patrocinio, recuerden el asunto de Montilla, por la vía de los créditos impagados que, por otra parte, configura a esas entidades financieras como un lobby sin competencia, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos.

Transcurridas tres décadas desde las primeras elecciones, es hora de que la financiación de los partidos políticos, al igual que el propio sistema electoral, se corrija. Ya no estamos en 1977, cuando era necesario apuntalar a las organizaciones que concurrían a las elecciones, en beneficio de la estabilidad democrática. Los partidos se han dotado de unos aparatos enormes, con centenares e incluso miles de funcionarios repartidos por toda la geografía, que mantienen unas estructuras anquilosadas y muchas veces faltas de democracia interna. Sería preferible que se redujeran e incluso eso facilitaría la reducción del clientelismo orgánico y de ciertos niveles de corrupción.

Quienes creemos en la bondades del libre mercado sabemos que este no es tan eficiente si las instituciones políticas no son democráticas, porque únicamente así podemos evitar la corrupción (otra cosa es que el sistema democrático concreto de cada país logre o no ese objetivo con más o menos eficacia). Y que no hay democracia sin un sistema de partidos que incardinen hacia las instituciones la participación política de los ciudadanos.

Sin embargo, la manera con que hoy se financian los partidos políticos no deja de ser manifiestamente injusta, por varias razones. La primera es que evita que surjan nuevos partidos, nuevas expresiones de los ciudadanos, ya que es un sistema viciado según el cual únicamente reciben subvenciones los que con carácter previo ya están establecidos, pero para establecerse es necesario contar antes con financiación para una campaña.

La segunda es que se puede dar la paradoja de que los ciudadanos estemos sufragando con nuestros impuestos opciones políticas con las que no sólo no comulgamos, sino que nos pueden plantear serias objeciones morales. Así, por ejemplo, que un católico tenga que contribuir con sus impuestos a sufragar las actividades pro abortistas de un partido de izquierdas, o que un ecologista lo haga con un partido favorable a la energía nuclear.

Más exagerado, pero no por ello menos real, es que los familiares de las víctimas del terrorismo han contribuido con su propio dinero, si bien indirectamente y por supuesto involuntariamente, a sufragar el entorno de ETA-Batasuna, como han llegado a acreditar los propios tribunales de justicia.

Un sistema mucho más democrático y ético sería que los ciudadanos pudiéramos optar, al formular nuestra declaración del IRPF, por otorgar nuestro dinero a la organización política legal que consideráramos adecuada. O incluso a varias de ellas. Sería un sistema similar al que el Estado nos ofrece en relación con la Iglesia Católica. Y complementado, además, con la obligación de que empresas auditoras de reconocido prestigio censuraran las cuentas de los partidos, que quedaría expuestas en sus webs, como ocurre con las grandes corporaciones que cotizan en Bolsa.

Podría argumentarse en contra que este sistema de financiación permitiría al Gran Hermano estatal disponer de las preferencias políticas de los ciudadanos, lo cual es una grave conculcación de nuestros derechos constitucionales. Pero ¿no es eso lo que le sucede ya a los católicos?

En Libre Mercado

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