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George Will

Alicia en el país de las inmobiliarias

Todo el mundo sabe que sólo existe un bien cuyo precio se incrementa siempre: los lanzadores de la liga nacional de béisbol. El Congreso debería hacer algo al respecto.

Lewis Carroll, llame a su oficina. O, aún mejor, donde debería llamar el autor de Alicia en el País de las Maravillas es a Washington, donde el afán del Estado por solucionar la "crisis" inmobiliaria dio lugar al siguiente titular en una reciente noticia del New York Times: "Agencias Federales intensifican una investigación criminal del sector financiero para averiguar si algunas entidades bancarias miraron a otro lado ante las cifras infladas de ingresos que proporcionaron los hipotecados."

Quizá algunos de los bancos a quienes mintieron podrían ser culpables de indiferencia ante la deshonestidad debido a que planeaban sabían que las hipotecas eran demasiado arriesgadas. Sin embargo, la narrativa victimista que convierte las turbulencias del mercado inmobiliario en una fábula moralizante transforma a los hipotecados en víctimas y a los prestamistas en "depredadores". Esta narrativa es engañosa, porque existe muy poca información sobre el porcentaje de prestatarios de los que actualmente se encuentran en apuros que no fueron demasiado honrados al informar sobre sus ingresos o de sus activos cuando negociaron con los prestamistas.

Un síntoma de "la crisis" es que los precios de la vivienda se han desplomado, aunque no está claro en qué medida. Las estimaciones oscilan entre el 3 y el 13%. Esto suscita varias preguntas.

¿Están de acuerdo las parejas jóvenes que luchan por adquirir su primera vivienda con el súbito consenso en torno a que la caída de los precios es una desgracia nacional? The Economist informa de que "el importe del plazo mensual en el caso de una vivienda típica con una hipoteca a 30 años y el 20% de entrada supuso en febrero el 18,5% de los ingresos de una familia media, lo que representa una caída desde el 26% y un valor cercano a la media histórica". Según esta medición del abaratamiento inmobiliario, la "crisis" sería bien recibida.

La no tan crisis inmobiliaria tal vez recuerde de alguna forma el curioso consenso acerca de la "crisis" del calentamiento global, cuya premisa es que aunque la temperatura de la Tierra haya subido y descendido a lo largo de muchos milenios, era justamente la correcta cuando, en los años 60, Al Gore se interesó por el asunto. ¿Hemos de asumir que el año pasado el precio de la vivienda, que sería, pongamos, un 10% más elevado del actual, estaba en su valor adecuado? Y si fue así, ¿por qué? ¿Porque el mercado había fijado esos precios, y por tanto estaban donde debían? Pero si el mercado era el árbitro adecuado entonces, ¿por qué no lo es ahora? ¿Qué le sucedió a la creencia, allá por 2007, en que había una "burbuja" inmobiliaria? ¿O al consenso anterior en torno a que demasiado capital norteamericano fluía al sector inmobiliario gracias a, entre otras cosas, la deducción fiscal de los intereses de las hipotecas?

La propiedad de la vivienda es, hasta cierto punto, un barómetro de la salud social: la propiedad profundiza la sensación individual de participar en el bienestar del vecindario y de la comunidad en general. Hoy, el 67,8% de los hogares es propietario de sus viviendas, por encima del 65,9% de hace 10 años y el 63,7% de hace 15. Existen, sin embargo, límites al valor que puede alcanzar esa cifra: no todo el mundo quiere o se puede permitir ser propietario. Y existen límites prudenciales a lo que el Estado debe hacer para impulsar la propiedad, por ejemplo, presionar a las entidades bancarias para conceder hipotecas a quienes poseen una capacidad de pago dudosa.

Mientras la legislación hipotecaria parece encaminarse a una cita con la pluma que el presidente emplea para vetar, recuerde que el fin de la política no es la justicia (ni la compasión, que no es lo mismo) para con esta o aquella categoría de prestamista o prestatario. Más bien su principal objetivo es paliar las consecuencias negativas para dos categorías de inocentes afectados.

La primera comprende a los que viven cerca de las casas embargadas. Las viviendas sin ocupar pasan a ser objeto de descuido y vandalismo, dando rienda suelta a la enfermedad infecciosa de la ruina, que deprime el valor de la propiedad en círculos concéntricos.

La otra categoría nos abarca a todos. El 70% de la actividad económica es consumo personal, algo alimentado recientemente por el "efecto riqueza" (la gente que gasta porque se siente más rica a causa de la revalorización de su mayor activo, su vivienda). De manera que "estabilizar", es decir, sustentar artificialmente el precio de la vivienda, puede ser necesario para alimentar el consumo de una población que en los años 80 ahorraba casi 10 centavos de cada dólar que ingresaba y que en los años 90 ahorraba un centavo, aunque recientemente registra una tasa negativa de ahorro. Esto perjudicará a algunos inocentes, por ejemplo aquellas parejas jóvenes que esperan convertirse en propietarios. Y beneficiará a otros que se merecerían recibir un buen golpe, como los especuladores y los que apostaron a que los precios de la vivienda no descenderían nunca.

Todo el mundo sabe que sólo existe un bien cuyo precio se incrementa siempre: los lanzadores de la liga nacional de béisbol. El Congreso debería hacer algo al respecto.

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