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Emilio J. González

Las expectativas de Zapatero

De tanto negar la mayor, nadie le cree, cuando la credibilidad es fundamental para generar expectativas favorables

El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, está empeñado en transmitir a los ciudadanos expectativas positivas acerca de la economía. Según ha dicho recientemente, "si infundes mucho pesimismo, si no dices nada, es peor", para añadir, a continuación, que si fuera muy pesimista sobre la situación económica "agravaría la crisis". Esta lógica, sin embargo, se cae por sí misma.

Desde hace bastante años se sabe que el estado de las expectativas influye de forma decisiva sobre el nivel de crecimiento y el empleo en una economía. Por ello, muchas veces los responsables de la política económica de los distintos Gobiernos de los países occidentales son muy cautos cuando realizan declaraciones públicas en tiempos de crisis. Si un ministro de Economía o de Finanzas dice que las cosas están mal, la reacción de los agentes económicos no se hace esperar. Lo mismo sucede cuando empiezan a hablar de mejorías en la situación porque, básicamente, no ocultan datos y siempre llaman a las cosas por su nombre. Pero una cosa es ser cauto con las declaraciones públicas y otra muy distinta es lo que está haciendo Zapatero, que está acabando por resultar contraproducente.

Zapatero, en este sentido, ha cometido varios errores. En primer lugar, antes de las elecciones no solo se negó a hablar de crisis, sino de desaceleración causada por factores internacionales, todo por no reconocer que se había equivocado de pleno en la pasada legislatura al no promover que su Gobierno siguiera avanzando en las reformas estructurales que necesita la economía española. Esa fue una gran equivocación porque la sensación que dejó en la mayor parte de la gente era que no estaba diciendo la verdad, una sensación que fue a más cuando dijo aquello de que "no es de patriotas criticar la economía".

Los ciudadanos percibían ya de sobra que las cosas no estaban bien porque la hipoteca les pesaba cada vez más, porque su capacidad de gasto se veía sensiblemente minorada como consecuencia del fuerte incremento de los precios de los alimentos y el petróleo y porque empezaban a ver que la gente comenzaba a perder su puesto de trabajo, primero en la construcción y luego en otros sectores. Los ciudadanos no necesitan leer las estadísticas económicas ni que nadie desde el Ejecutivo les diga cómo está la situación para saber que algo malo está pasando. Ellos mismos lo notan en su bolsillo y se ajustan inmediatamente a la nueva situación, como quedó demostrado estas pasadas navidades cuando los comercios tuvieron que adelantar las rebajas de enero al 26 de diciembre. Por ello, la mayoría de la gente tenía la sensación que desde el Gobierno no se estaba diciendo la verdad.

Zapatero tuvo una gran ocasión para enmendar las cosas con motivo de su discurso de investidura, una vez pasadas las elecciones, y aceptar que la economía española está en crisis, que la culpa del desplome del crecimiento económico no se debe solo a factores internacionales, como la crisis crediticia o el encarecimiento del petróleo, sino que el hundimiento del sector inmobiliario español también tiene que ver, y mucho, con el frenazo en seco del crecimiento y la subida del paro en nuestro país. Pero en vez de admitir la realidad y proponer a continuación un verdadero programa de reformas económicas siguió negando la mayor, y la sensación de que no se estaba diciendo la verdad a la sociedad fue a más. La gente no es tonta y percibe que las cosas están bastante mal, como demuestra la encuesta del CIS en la que los españoles sitúan, por primera vez en mucho tiempo, a la economía como su principal preocupación. Esto es lo que parece que está obligando a Zapatero a reaccionar, proponiendo un plan de reformas e intentando sostener las expectativas económicas de los ciudadanos a base de mensajes optimistas.

En otras circunstancias, esa política de generar expectativas favorables podría haber funcionado. El problema es que se produce en unos momentos en los que la credibilidad de Zapatero al respecto es nula. De tanto negar la mayor, nadie le cree, cuando la credibilidad es fundamental para generar expectativas favorables, y esas expectativas favorables son condición necesaria para estimular el consumo y la inversión. Nadie gasta si considera que las cosas van a ir mal en el futuro y prefiere ahorrar por lo que pueda ocurrir; nadie invierte si piensa que los riesgos de perder dinero son muy altos y no son compensados con el atractivo de una ganancia importante, con unas probabilidades aceptables de que esa ganancia pueda tener lugar. Por eso, el estado de las expectativas es tan importante en economía, y el estado de las expectativas en España, hoy por hoy, está muy deteriorado.

Si las cosas hubieran sido de otra manera, el mero anuncio de Zapatero de aprobar antes del verano un programa de reformas estructurales hubiera servido en sí mismo para mejorar esas expectativas, incluso aunque las medidas no fueran del todo acertadas. Pero a estas alturas de la película ya nadie se cree nada de nada y la gente necesita ver que de verdad se toman medidas y que éstas van a servir para algo para cambiar sus expectativas. Por ello, lo mejor que puede hacer Zapatero en estos momentos es empezar a llamar a las cosas por su nombre en lugar de rehuir el hablar de crisis. Este es, probablemente, el primer paso para empezar a superarla.

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