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EDITORIAL

El espíritu de Mondragón

Las reducciones del Paraguay fueron una impresionante obra civilizadora y evangelizadora realizada por un puñado de sacerdotes jesuitas, que consiguieron en pocos años transformar un pueblo del neolítico el guaraní en un culto grupo de artistas y artesanos empapados de civilización europea, inserto en el último confín del imperio español. El trabajo, la lectura, la oración, la obediencia y la vida en comunidad, los pilares de la vida jesuítica, eran asimismo los fundamentos de la vida en las reducciones guaraníes, que se asemejaban a monasterios seglares, aislados del violento mundo exterior, donde reinaba la paz y la armonía. Habida cuenta de la época en que existieron (desde principios del s. XVII hasta mediados del siglo XVIII, cuando Carlos III expulsó de sus dominios a los jesuitas) y de la zona donde se asentaron (frontera entre aventureros portugueses y españoles a la caza de esclavos, donde no llegaba la autoridad ni las tropas del rey), es casi milagroso que pudieran existir por más de ciento cincuenta años, siendo como eran estados dentro de un estado absolutista; y por tal motivo, aún hoy son objeto de curiosidad y estudio de sociólogos, antropólogos y politólogos.

En el nacionalismo vasco, también está presente una fuerte impronta jesuítica. El pueblo vasco, al igual que los antiguos guaraníes, es de raíz profundamente religiosa, especialmente ignaciana, pues no en vano San Ignacio de Loyola también fue euskaldún, guipuzcoano para ser más exactos. Sin embargo, la santa intransigencia ignaciana aplicada a otros fines que no sean los puramente espirituales produce resultados muy diferentes. Las exhortaciones aranianas a no contaminarse con el espíritu y las costumbres pretendidamente irreligiosas y paganizantes de los españoles de allende el Ebro son una muestra. Arzalluz, ex sacerdote jesuita y discípulo del profeta del nacionalismo vasco, es otro buen ejemplo. El ardor de la fe religiosa puede impulsar a los hombres a realizaciones maravillosas. En cambio, cuando los hombres encauzan ese ardor hacia un credo político que no admite crítica ni reflexión, el resultado suele ser una pila de cadáveres, como la Historia no se cansa de demostrar.

A este tenor, las investigaciones del juez Garzón van desvelando una red donde confluirían nacionalistas “moderados” y proetarras. Ignacio María Mallagaray, director del departamento de auditoría interna de Caja Laboral, ha sido detenido por avisar a los responsables de las “herriko tabernas” de la intervención judicial de sus cuentas, que decretó también el magistrado de la Audiencia Nacional el pasado mes de abril en una operación donde fueron detenidos once proetarras.

Caja Laboral pertenece al grupo de cooperativas Mondragón, el primer grupo industrial español al que pertenecen, entre otras muchas, empresas como Fagor, Eroski o Irizar, que emplea a más de 60.000 personas y factura 10.800 millones de euros (1,8 billones de pesetas). Y la filiación “abertzale” de Mallagaray no es precisamente una excepción en este grupo empresarial. Mondragón, la localidad guipuzcoana donde se encuentra la sede, es una de los centros emblemáticos del nacionalismo vasco, tanto el “moderado” como el asesino. Su alcalde es de Batasuna, y la filosofía que impregna el grupo de cooperativas está completamente alineada con las tesis nacionalistas y abertzales que se encargan de “predicar” tanto batasunos como peneuvistas, y sus dirigentes son o serán, en su mayor parte, altos cargos del Gobierno vasco ligados al PNV o a EA. No en vano, el grupo Mondragón no es solamente un conglomerado empresarial: cuenta con ikastolas y una universidad donde, además de divulgar las técnicas empresariales que la han hecho objeto de estudio de todas las escuelas de negocios del mundo, se imparte doctrina nacionalista radical con muchos menos complejos y con mucho más desenfado que en la Universidad del País Vasco.

De nuevo, el mismo esquema que las reducciones de Paraguay: trabajo productivo en común (cooperativas), lectura (de textos nacionalistas publicados por las editoriales del grupo), predicación activa de la “doctrina salvadora” del pueblo vasco y obediencia a los jefes supremos (recuérdense los “michelines” disidentes a los que hizo referencia Arzalluz). Y tampoco falta el elemento jesuítico misionero en la forma degradada de la “teología de la liberación”, fabricada también en estas tierras y exportada para ensangrentar Iberoamérica desde El Salvador. Sin embargo, salvo en el éxito empresarial del que viven muchas familias y que podría quedar empañado por la adhesión de sus dirigentes a la “causa” nacionalista más o menos radical, no puede decirse que este conglomerado haya reunido en torno suyo una sociedad pacífica, armónica y con profundidad espiritual como lo era la de las misiones jesuíticas. En Guipúzcoa, y especialmente en la zona de Mondragón, los no nacionalistas son, en el mejor de los casos, ciudadanos de segunda clase objetivo potencial de ETA. Y sus dirigentes no respiran amor a otro prójimo que no sea nacionalista.

Es triste que los obispos vascos sucumban a la tentación de identificarse con el análisis nacionalista de cara a la galería del “conflicto vasco”, como hicieron el jueves en su carta pastoral conjunta, repitiendo los latiguillos del PNV sobre el diálogo y la paz, así como las acusaciones de tortura y malos tratos a los presos etarras que reciben un trato privilegiado en prisiones de alta seguridad lanzadas incesantemente por los órganos de propaganda batasunos. Y es que la Iglesia, por desgracia, ha sido en el País Vasco, durante mucho tiempo, más un elemento perturbador que armonizador.

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