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Hace poco leí unas líneas de la nueva novela de Almudena Grandes, que me han dado que pensar acerca de la visión de nuestra historia más reciente que tienen quienes, como ella, han hecho una especie de rebirthing político en el último año. La escritora figura entre los promotores de la recién nacida Asamblea de Intervención Democrática, que denuncia “la reducción de la calidad de nuestra joven democracia”. Se refieren naturalmente al momento actual. No a la ignominiosa época de los GAL, la corrupción, el entierro de Montesquieu y la manipulación informativa, en la cual aún no había despertado en muchos de los distinguidos firmantes el gusanillo de la conciencia política (ni veían la televisión).
 
La novela transcurre en la mitificada época de la “movida” madrileña, que fue el parque (¿de atracciones?) en el que se crió parte de la flora y fauna que ha salido este año último al estrado, del brazo de los minerales, y algunos fósiles, de tiempos precedentes. Las líneas son, según el crítico (J.M. Pozuelo Yvancos, en ByN Cultural) el texto clave de “Castillos de cartón”, y entre otras cosas dicen: “Pero estábamos en 1984, teníamos veinte años, Madrid tenía veinte años, España tenía veinte años y todo estaba en su sitio, un pasado oscuro, un presente luminoso y la flecha que señalaba en la dirección correcta hacia lo que entonces creíamos que era el futuro”.
 
Es decir, la época se contempla como un año cero (todavía con ce), como el momento eufórico del principio de algo. Sin embargo, lo que es obvio en el terreno político, no lo es en otros y, desde luego, no en la cultura en el sentido más amplio. Los ochenta y la movida no fueron el principio de nada sino el final: el ruidoso estertor de un proceso, la manifestación final y fatigada de algunas de las energías liberadas durante los últimos años del franquismo. Sin que ello les quite valor a ciertas figuras que surgieron entonces.
 
Para algunos, como Grandes, aunque no necesariamente por edad, pues gente de su quinta vivió otra cosa, puede que aquello fuera el amanecer. Para la cultura que se había engendrado en el tramo final de la dictadura, pero fuera de ella o contra ella, y por eso, al margen de la protección estatal, fue el ocaso: el poder engulló todo aquello que había campado por libre incluso cuando aún no había libertades.
 
La movida, en realidad, fue promovida: apoyada y jaleada desde el poder. Significativamente bajo la batuta de un anciano, el profesor Tierno. Las iniciativas privadas fueron adoptadas o usurpadas por la maquinaria estatal en manos socialistas y hasta personas de valía acabaron encerradas en los despachos (sin que se quejaran, claro). Todo ello condujo a una esterilización, homogeneización y mediocridad cultural que aun hoy seguimos pagando. Pagando también a tocateja.
 
La reflexión sobre lo ocurrido en los ochenta debía de haber abierto los ojos de la gente de la cultura a la evidencia de que el abrazo del Estado asfixia la planta que ella cultiva. Con excepciones valientes y honrosas no ha sido así. La cultura promovida, o sea, subvencionada y adulada por el poder,  sigue siendo el modelo al que aspiran nuestros tardíos aprendices de rebeldes. Y cuanta más mediocridad producen, más dádivas exigen y más foco quieren. Que no sólo de pan vive el artista, ni siquiera el burócrata de la cultura.

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