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EDITORIAL

De mal en peor

En todos y cada uno de los compases de la crisis, marcados de principio a fin por Marruecos, el Gobierno no ha sabido estar a la altura de las circunstancias y se ha limitado a poner parches a destiempo

Si no fuese por la aprobación del Estatuto catalán en Barcelona y el posterior revuelo que ha armado su llegada a Madrid, el tema de las dos últimas semanas sería, sin género de dudas, el letal combinado de demagogia e incompetencia que el Gobierno ha desplegado en la crisis de los inmigrantes de Ceuta y Melilla. Empezó mal, ignorando un problema que ha terminado por desbordar a la propia policía de frontera. Continuó peor, en un ir y venir de mentidos y desmentidos, improvisaciones y simplezas. Y ha terminado por desembocar en una emergencia humanitaria en mitad del desierto del Sáhara. En todos y cada uno de los compases de la crisis, marcados de principio a fin por Marruecos, el Gobierno no ha sabido estar a la altura de las circunstancias y se ha limitado a poner parches a destiempo mientras, en todo momento, ejercía de portavoz oficioso del sultán.
 
Porque, mucho más allá de las derivaciones políticas que pueda tener el asalto a las verjas fronterizas, están las vidas humanas que se han perdido en una tragedia que, por lo que parece, no ha hecho más que empezar. A pesar de que el Gobierno marroquí lo haya negado en una ocasión y lo haya aceptado en otra, todo conduce a pensar que son los propios marroquíes los que, durante varias noches, empujaron a los inmigrantes subsaharianos contra la valla. Informes de balística de la policía española –mucho más de fiar que la gendarmería marroquí- así lo indican, lo que, sumado a los tiroteos de esta semana en la frontera melillense, invitan a concluir que el problema está en el otro lado. Marruecos nunca ha ocultado sus pretensiones sobre las ciudades autónomas y esta podría ser la renovada estrategia de Mohammed VI para presionar al débil Gobierno de Madrid a tomar decisiones en su favor. No sería, además, la primera vez que los marroquíes ganan territorio lanzando a gente indefensa a la “conquista”. Hassan II lo ensayó con notable éxito hace treinta años cuando envió a una masa de desheredados sobre el Sáhara Español. La delicada situación política española de la época, en vísperas de la muerte de Franco y con un jefe de Estado interino, contribuyó decisivamente a ello poniéndole al sultán la ex colonia en bandeja de plata.
 
Ceuta y Melilla, sin embargo, no son colonias, son ciudades tan españolas como cualquiera de la península y esto ha de tenerlo muy presente Zapatero mientras siga siendo presidente del Gobierno. Cuando no lo sea puede dedicarse tranquilamente a hacer juegos florales con su asesor Máximo Cajal, diplomático socialista partidario de entregar estas dos ciudades a Marruecos. No hay negociación posible porque, sencillamente, la integridad territorial no se negocia. Bastaría con que Zapatero tuviese sólo este punto claro para alejar los fantasmas que se ciernen sobre dos ciudades cuyo futuro se oscurece por momentos. Si Rabat percibe que el asunto es intocable y que el Gobierno español tiene voluntad de defender a sus ciudadanos una buena parte del problema tocaría a su fin.

La otra, la de inmigración ilegal, es de índole diferente. Marruecos no puede enviar a todos los inmigrantes subsaharianos que vagan por su país hacia nuestras fronteras para utilizarlos, además, como fuerza de choque. Si su legislación lo determina, habrá de deportarlos de vuelta a sus países de origen pero ateniéndose al Derecho Internacional y a las normas básicas de humanitarismo. Lo de abandonar a un millar de hombres, mujeres y niños en medio del desierto es de una maldad infrahumana que da fe inequívoca de cómo las gasta el Gobierno marroquí, el mismo que vive desde hace más de un año una luna de miel con Zapatero. Muchos españoles, sin embargo y vista la actitud de los marroquíes, se preguntan a cuento de qué.              

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