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Cristina Losada

La histeria anti-tabaco

Sólo el inmaduro pide que sea el Gobierno quien, con nuevas prohibiciones, le obligue a dejar el tabaco, ya que no puede él solito. Sólo el ciudadano-niño acepta que el poder invada su privacidad y lo meta en vereda con paternal sonrisa.

A mediados de los noventa, tras el fin del régimen del apartheid, el gobierno sudafricano aprobó con orgullo una de las legislaciones anti-tabaco más restrictivas del mundo. Esa fue su gran aportación en materia de política sanitaria mientras el país se veía afectado por una epidemia de sida catastrófica. La clave del enigma de tal distorsión de las prioridades era el contagio: muchos miembros de aquel Gabinete se hallaban bajo la influencia de las ONGs occidentales. Para aquellas organizaciones, el principal riesgo era, en cualquier lugar del orbe, el hábito de fumar. Ni el sida ni la malnutrición ni la falta de agua potable ni ninguna otra cosa les sublevaban tanto como el cigarrillo.

La cruzada contra el tabaco, impulsada por la intelectualidad progre de los Estados Unidos, ha terminado por extenderse, con rasgos de histeria colectiva, a la mayoría de los países y por todo el espectro político. Forma parte de una ideología de la salud que se ha impuesto en las sociedades donde se disfruta de mayor esperanza de vida y mejor protección sanitaria. Llevar una vida saludable ha dejado de ser un propósito sensato para convertirse en una suerte de religión, cuyo éxito se halla vinculado al culto a la juventud. Complejo de Peter Pan con ribetes estéticos que se traduce además en términos políticos: el individuo abdica de la responsabilidad por su salud y la transfiere al gobierno.

La ministra de Sanidad manifiesta con frecuencia, la última vez en el diario El Mundo, su intenso deseo de erradicar el tabaco de todos los rincones públicos, menos, supongo, La Moncloa. No hace mucho se apoyaba en ciertas encuestas para decir que la sociedad española estaba madura para la vuelta de tuerca. ¿Madura? De hacer caso de los sondeos, el diagnóstico será el contrario. Sólo el inmaduro pide que sea el Gobierno quien, con nuevas prohibiciones, le obligue a dejar el tabaco, ya que no puede él solito. Sólo el ciudadano-niño acepta que el poder invada su privacidad y lo meta en vereda con paternal sonrisa. Por su bien, claro.

La carta del tabaco es fácil y creen que popular, y mientras Jiménez la juega, ocurre lo que en Sudáfrica: quedan sin atender los estragos producidos por otros consumos. Pero fenómenos masivos como el del botellón y la drogadicción, a diferencia del cigarrillo, no son un problema médico, sino social. Uno para el que el Gobierno no tiene respuesta. ¡No vayamos a ser conservadores!

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