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Luis Herrero Goldáraz

Amor de madre

Se fue rodeada de ese amor que engendró ella misma y por el que ha sufrido más que todos. Sin querer renunciar a él, para enseñarnos.

Quise escribirle un poema pero no salió. Esto fue hace muchos años, cuando todavía ignoraba que las cosas no perduran intactas ni aunque las encierres en palabras. Ahora sé que no salió porque más que un poema fue un reproche; y es difícil pretender construir algo inmutable si es mentira. Por aquel entonces yo me la figuraba como un dolor y como un fracaso, una de esas biografías accidentadas que truncan la lógica humana y obligan a asumir que vivimos expuestos a cualquier catástrofe. Ella era mi madre y también era una ausencia, así que fue sencillo, supongo, que mi mente adolescente se lanzase a trasladarla al verso utilizando imágenes pueriles como norias desvencijadas o toboganes sin escaleras, parques sepultados por las hojas secas y un sinfín de chorradas más que querían sugerir una infancia incompleta y un lamento de autocomplacencia.

Con el tiempo comprendí que la quería, pero había decidido no quererla. Y es en el epicentro de esa decisión donde radicaba el engaño que me impidió escribir aquel poema. En los miedos del amor, el odio siempre es la salida más sencilla. Se trata de una de esas tantísimas particularidades de la naturaleza humana que parecen hechas a propósito para confundirnos. El odio es un amor cobarde que se rebela y se protege, suicidándose. O, por decirlo de otro modo, el odio es una farsa. A mí me parece un peaje innecesario tener que haber odiado para saberlo, pero supongo que todo en la vida tiene un riesgo; y el mayor de todos es no asumir lo antes posible que estamos condenados a la valentía.

Han querido las circunstancias que en el trance de las últimas semanas me haya acompañado la lectura de un librito en el que Daniel Capó incide en la idea que más me ha costado aceptar desde que pienso. La idea es que el ser humano es, ante todo, hijo. Y de esa idea se desprende una responsabilidad heredada que tarde o temprano nos hará rendir cuentas. Yo siempre tuve problemas para reconocer que vivir es asumir que existen obligaciones que no se eligen, y por eso siempre me costó entender el amor filial a modo de exigencia. Hoy creo estar seguro de que lo que no sabía es qué es amar. He tenido que descubrirlo a base de fingir que odio, que es quizá el impulso primitivo de todos los que deseamos recibir lo que no hemos aprendido darle a nadie.

Mi madre, sin embargo, me quería. Y fue una buena madre. Por eso me indultó durante años y por eso quiso transformar el sufrimiento en gracia. Es algo que trató de hacer a cada rato, ante cualquier circunstancia, incluso en la cama de hospital en la que hace una semana agonizaba. Esa es la herencia que me deja y yo tan sólo quiero aprender a ser valiente y recogerla.

También pienso que el amor es muy curioso, pues desdibuja identidades. Pienso en sus últimos momentos y en su insondable vulnerabilidad filtrándose en el recoveco que excavé hace tanto para huir de ella. Pienso en el eco que ese espasmo provocó dentro de mí. Y recuerdo sentir mi propia vulnerabilidad cambiar de rostro para adquirir el suyo. Nunca he temido menos a la muerte que en aquel momento, pues nunca he sido menos yo. Y, al mismo tiempo, nunca he sentido menos nada. Es una sensación extraña, acompañar durante días a un enfermo en una UCI. Se trata de una tarea cansada porque es un dolor anodino que se camufla y que se esconde. Uno termina fijándose en cosas curiosas, como en el hecho de que sus cinco hijos nos colocásemos inconscientemente alrededor de la cama en el mismo orden en que ella nos trajo al mundo. En ese instante, bien mirado, su vida se cuadró de forma simétrica. Y es admirable hasta pensar que se fue en el día de su cumpleaños, rodeada de ese amor que engendró ella misma y por el que ha sufrido más que todos. Sin querer renunciar a él, para enseñarnos.

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