A las seis de la tarde del miércoles 21 de noviembre de 2007 cerró sus ojos para siempre quien estaba considerado el mejor actor de su tiempo, Fernando Fernán Gómez. Tenía ochenta y seis años. En el 2000, cuando los síntomas sobre su salud eran preocupantes, tomó la decisión de regularizar legalmente su unión con la actriz Emma Cohen, con quien convivía entonces desde hacía treinta años. Se llevaban veinticinco de diferencia. Coincidieron en 1970 en el rodaje de Pierna creciente, falda menguante y no cejó hasta convencerla para unir sus vidas. La boda civil a la que nos referimos tuvo lugar en una habitación de la entonces clínica-hospital de la Concepción. Presentes en la ceremonia la jueza del Registro Civil, una secretaria del juzgado, una enfermera y el crítico y realizador cinematográfico, amigo de los contrayentes, Enrique Brassó.
Fernando superó el cáncer que lo acosaba, y continuó su existencia en el confortable chalé que habitaban en una urbanización a pocos kilómetros de Madrid, Santo Domingo, cercana a las instalaciones del Race. Emma Cohen siempre estuvo pendiente de Fernando, sabiéndolo ya muy delicado. Lo solía acompañar a las sesiones de la Real Academia de la Lengua, en las tardes de los jueves y a sus compromisos profesionales, cada vez más espaciados. Su última aparición ante las cámaras está fechada en 2006, un año antes de su fallecimiento, en Mía Sarah, filme de Gustavo Ron, del que carezco de datos.
Fernando salía poco de casa y prefería que un grupo reducido de muy seleccionados amigos y compañeros lo visitaran. En esas circunstancias presidía una tertulia interminable, mientras se tomaba un whisky y desplegaba su inteligencia, cultura y extraordinario sentido del humor. Curiosamente en algunos sectores se le consideraba un tipo de mal genio, a lo que contribuyó en la opinión del gran público aquella escena en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, me parece, cuando a la petición de un admirador para que le dedicara un libro él le negó su autógrafo, y ante la insistencia del solicitante, el actor, muy airado exclamaba con su vozarrón: "¡Váyase a la mierda!".
Habitualmente no era así, sino muy correcto, de quien puedo testimoniar tres ocasiones en las que hizo gala de su bonhomía, sobre todo durante el almuerzo en un restaurante donostiarra, sólo con tres comensales a su vera, uno de ellos yo, en torno a una paella. Como quiera que el anfitrión le preguntara cuando llegó a la mesa –fue el último de los cuatro- qué le parecía ese menú, respondió entre sonrisas: "¡Natural…! Yo, cuando viajo a Valencia suelo pedir merluza a la vasca". Había que reírse siempre con sus salidas y disfrutar de su erudición.
Otra cosa es que se mostrara hosco ante los informadores si le pedían una entrevista, que por lo común, rehusaba. No solía ponerse al teléfono y era Emma quien espantaba a los periodistas diciéndoles que Fernando estaba trabajando y no podía atenderles. Pero con sus amigos era todo lo contrario, bien generoso en todos los sentidos. Aunque tenemos el testimonio de Alfredo Landa, quien en sus memorias contaba que estando rodando en Italia un "remake" de Marcelino, pan y vino, como quiera que permanecieron muchos días juntos pudo advertir las oscilaciones de carácter de su colega, quien habitualmente amigable y muy divertido, cambiaba de actitud sin motivo aparente y despotricaba contra el primero que le viniera en gana. Entonces, Emma Cohen, solícita, se lo llevaba cariñosamente del brazo hasta calmarlo. Y después, volvía a ser el admirable contertulio al que era una delicia escuchar sin mirar el reloj.
Hay un episodio poco divulgado sobre el genial actor relacionado con su padre, identidad que él ocultó siempre, aunque imaginamos que parte de la profesión, sus contemporáneos, la conocerían de sobra. Pero ninguno se fue jamás de la lengua y en los medios de comunicación y en las enciclopedias figuraría siempre como hijo de madre soltera, Carola Fernández Gómez, apellidos con los que fue registrado, y que aquella había acortado para su vida de actriz y él también mantuvo; esto es, Fernán Gómez. Que vino al mundo en Lima el 28 de agosto de 1921. No fue entonces su madre al Registro Civil ni a nuestra Embajada, pero sí lo hizo al mes siguiente en Buenos Aires, razón por la que durante muchos años él tuvo la nacionalidad argentina.
Llegó el día en que se enteró quién era su progenitor, al que conocería en un teatro madrileño en 1940, pero de lejos, en un pasillo, durante unos escasos instantes. Escribiría en El tiempo amarillo, su libro de memorias: "No fue conmovedor el trance. Me chocó que fuera más bajo de lo que parecía en el escenario y de lo que yo esperaba. También que tuviera tripita y una calvicie bastante pronunciada. No se correspondía aquella presencia con lo que yo habría elegido para un padre, y para un padre misterioso".
No consta que hablara nunca con él. Sí con un emisario, que le transmitió el ruego de que no fuera más por aquel teatro. Respondió Fernando que el motivo de su estancia era para ver a su amigo Manolo Alexandre. Insistió "el alcahuete", como Fernando lo llamó, en que dejara no obstante de merodear por ese local donde su padre actuaba y le invitó, de parte de éste, a irse a vivir con él, con su progenitor, a lo que Fernán Gómez hizo caso omiso. Aquel encuentro concluyó con el regalo que le mandaba su padre: un corte de americana de seda, que aceptó.
La identidad del padre pudo saberse cuando murió Fernando Fernán Gómez: era Fernando Díaz de Mendoza Guerrero, hijo de la eximia María Guerrero, casada con el aristócrata de igual nombre que el hijo. Enamorado de Carola Fernán Gómez, la dejó embarazada y por decisión de su madre, a la que no quiso desobedecer, ni contrajo matrimonio ni reconoció al bebé. Fue María Guerrero quien valiéndose de sus influencias logró embarcar a Carola en una gira americana, de ahí que terminara alumbrando a Fernando en la capital peruana. Así "se la quitó de en medio": la detestaba. Nada quiso saber de su nieto.
En cuando a Fernando Díaz de Mendoza Guerrero se casó con su prima, Mariquita Guerrero, quien al poco tiempo le puso los cuernos. Él moriría en un naufragio en 1942 cuando navegaba en un transatlántico desde Argentina a España.