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Wallis Simpson, la mujer por la que abdicó el rey Eduardo VIII, demente y sin dinero

Wallis Simpson, divorciada en dos ocasiones y causante de que nada menos que un soberano inglés dejara el trono por ella

Wallis Simpson, divorciada en dos ocasiones y causante de que nada menos que un soberano inglés dejara el trono por ella
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Va a cumplirse el 24 de abril el trigésimo noveno aniversario de la muerte de Wallis Simpson, una mujer fascinante sobre la que, siguiendo la historia envuelta también en la leyenda, se ha tejido un retrato de persona malvada, avariciosa e ingrata, que no correspondió al amor que le profesaba el rey Eduardo VIII de Inglaterra, quien abdicó del trono para casarse con ella. Fue un escándalo en la corte británica. ¿Qué hubo de cierto en la disparidad de criterios sobre ambos? No se oculta que el monarca la quería con locura, como tampoco que el mayordomo de éste y la enfermera que lo cuidó hasta su muerte confesaran que Wallis no estaba enamorada de su marido, que no fue feliz a su lado pese a recibir incontables valiosas joyas y dinero en mano.

Tan apasionante vida de una norteamericana, divorciada en dos ocasiones y causante de que nada menos que un soberano inglés dejara el trono por ella, se ha contado ya en infinidad de ocasiones: en relatos periodísticos, libros y hasta películas, donde fue personificada en la pantalla y en varias series televisivas, por actrices relevantes (Faye Dunaway, Jane Seymour, Geraldine Chaplin, entre otras). Y ahora resulta que también la veterana Joan Collins podría protagonizar otra, como se anunció en febrero último. Señal de que todavía Wallis Simpson puede interesar a las nuevas generaciones que no conozcan su historia de amor con un rey destronado. En la muy clásica dinastía británica no cabía la posibilidad, mediados aquellos años 30, de que se aceptara una boda de tal guisa: el rey con una dama extranjera, dos veces divorciada. Se diría que triunfó en cambio el amor. Pero ¿a costa de qué? Porque la pareja tuvo que emigrar y residir un poco a salto de mata entre Francia, Estados Unidos, con viajes por medio mundo, sin objetivos concretos, gastando a manos llenas el patrimonio del ex monarca, y buscando únicamente la manera de pasar el tiempo entre el ocio y el lujo.

Todo empezó así cuando el entonces príncipe de Gales, Eduardo, conoció en casa de un amigo a la señora Wallis Simpson, todavía casada en segundas nupcias. Al heredero de la corona británica le fascinó la elegancia de la dama (guapa, desde luego, no lo era, puede que sí para él), quedando deslumbrado por la vivacidad, el ingenio y un carácter fuerte, llena de seguridad en cuanto decía. Carácter que luego desembocaría en lo que muchos dijeron del enamorado príncipe: que ella lo dominaba.

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Fueron muy pronto amantes y Eduardo olvidó otras que tenía. Y cuando heredó el trono de los Windsor, coronado el 20 de enero de 1936, surgió ese día, para toda la Corte y cuantos súbditos lo percibieron, una sorprendente presencia, tolerada por el neófito monarca: en el balcón de St. James, se hallaba junto a los miembros principales de la familia, Wallis Simpson, que aún no se había divorciado por cierto de su segundo esposo. El escándalo estuvo servido. Inútiles fueron los esfuerzos de Eduardo VIII para que su querida fuera aceptada como compañera y esposa, consiguientemente también luego como Reina. Wallis fue invitada a abandonar Londres y regresó a Estados Unidos. Antes de que esos incidentes ocurrieran, un miembro de la Corte le había ofrecido una sustanciosa cantidad de dinero para olvidarse de Eduardo. Lo que no aceptó.

Pasaron unas duras semanas para el Rey. Seguía echando de menos a Wallis. Y fue cuando decidió abdicar, el 10 de diciembre de 1936, consciente de que dejaba el trono y el país, ocupado por su hermano Jorge VI, padre de quien a su muerte lo relevaría en la posesión de la corona: Isabel II.

Cuanto sucedió después fue que Eduardo se reencontró con Wallis Simpson, viajaron por Francia hasta elegir el lugar de su boda, un castillo localizado en Condé, celebrada el 3 de junio de 1937. Y cuanto vivieron desde entonces puede calificarse como peregrinaje, estancias en hoteles sobre todo, al no disponer al principio de una residencia propia. En París, la nobleza los acogió con sumo gusto. Y cuando les parecía, volaban hasta Nueva York, y su existencia iba transcurriendo entre cócteles, almuerzos y cenas. Fiestas constantes. Eran invitados a eventos que poco o nada les importaba, aunque asistían y así pasaban los días menos aburridos. A los norteamericanos les deslumbraba ese matrimonio, para ellos regio, que eran habituales personajes de la prensa. Un corresponsal español del diario "La Vanguardia Española", como entonces se conocía antes de perder su segunda condición, el muy ameno cronista Ángel Zúñiga, contaba estar cansado una velada en la que estaban presentes los duques de Windsor, que era el título que ostentaban, y cada vez que se movían por los salones de aquella fiesta, tenían que levantarse para hacerles reverencias. Sólo habría dado un toque esperpéntico de haber estado en ese ambiente el mismísimo Groucho Marx.

Los acusaron en medios europeos de ser pro-nazis. Pero ellos sólo querían divertirse por encima de los problemas que asolaban en el continente. Iban siempre luciendo elegantes prendas. Él ya había puesto de moda aquel traje cruzado confeccionado con tejido a rayas que dio en llamarse "Príncipe de Gales". En España así los sastres lo etiquetaron. A nuestro país vinieron algunas veces. Tenemos consignada su visita en 1963 a San Sebastián.

Eduardo, por lo que contaban a su alrededor, obedecía los dictados de Wallis. Su vida se fue apagando. Dícese que aun en esas circunstancias, cuando él no podía acompañarla a cenas y fiestas, ella se divertía sin desmayo. Y en el tiempo que estuvo casada, se le adjudicaron varios amantes. ¿Se enteraría Eduardo que su mujer le era infiel, tolerándolo? Misterio.

Una semana antes de morir Eduardo recibió la visita de su sobrina, la reina Isabel II. Aprovechó él para reivindicar la figura de su esposa y solicitar de la monarca lo que tanto había deseado desde siempre: que a Wallis se le concediera el tratamiento de Alteza Real, lo que fue rechazado en el acto por la Soberana. Le causó un gran disgusto al duque quien, tras su fallecimiento, con los debidos honores, sería enterrado en los alrededores del castillo de Windsor, aquel funesto día que volvía en un féretro a su país después de tres décadas y media ausente.

Estuviera o no enamorada de Eduardo en sus últimos años de vida en común, a la duquesa de Windsor se le hizo difícil la vida en adelante. Sus antiguos sueños de ser considerada Reina consorte o al menos de Alteza Real se habían esfumado hacía mucho tiempo. Y los días transcurrieron para ella en adelante echando de menos su fascinante vida de lujo, aunque todavía en París procuró que su melancolía no trascendiera entre sus buenos amigos, ese "tout París" de los grandes "rendez-vous", los desfiles de modas, las cenas de gala en "Maxim´s"… Vivía en su residencia del Bosque de Bolougne, disponiendo de abrigos de pieles, joyas de alto valor, y dinero suficiente en los bancos que había heredado de su difunto. Hasta que un día, eso cambió. Para mal, desde luego.

No es fácil comprender por qué razones una abogada francesa, Suzanne Blum, pasó a ser la administradora de sus bienes. Eso ocurrió aunque no tengamos datos precisos del por qué. El caso es que estaba al corriente de cuanto sucedía en aquel palacete. Tenía en cierto modo secuestrada a la duquesa de Windsor y manejaba sus caudales con auténtica autoridad, como si fueran suyos. Lamentablemente Wallis no se iba dando cuenta de que la estaba despojando de sus bienes, porque su mente estaba cada día más alejada de toda realidad, hasta caer en la demencia. Y así llegó el final de sus días, casi indigente, sin poder tampoco hablar, sumida en un limbo del que nunca se recuperó, sin tener constancia ni un lejano recuerdo de cuanto fue.

A los ochenta y nueve años dejaba este mundo en París el 24 de abril de 1986. Al menos, fue enterrada en Londres en el cementerio real de Berkshire, junto a la tumba del que fue su tercer esposo, el rey Eduardo VIII de Inglaterra, único Soberano que se sepa dejó su trono por amor a esa mujer, ya sin memoria.

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