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María Pombo, los peores analfabetos y el culturetismo insoportable

No permita la Virgen que tengan poder los fetichistas de los libros, las Helen Lovejoy de la 'cooltura' que han saltado a la yugular de la influencer.

No permita la Virgen que tengan poder los fetichistas de los libros, las Helen Lovejoy de la 'cooltura' que han saltado a la yugular de la influencer.
La influencer María Pombo | Gtres

Me pasan el famoso vídeo de María Pombo sobre su intolerancia a la celulosa, ese en el que dice: "Hay que empezar a superar que hay gente a la que no le gusta leer, y encima no sois mejores porque os guste leer". Yo, que de influencers sé lo mismo que de física cuántica, busco, leo y descubro que la declarante es madrileña, que está a punto de cumplir treinta y un tacos de calendario, que ha sido acusada de difundir bulos tras la riada de Valencia (El País) y de plagio (Cuore), y que algunas de sus empresas están de capa caída (El Cierre Digital). 3,3 millones de seguidores gasta la señora en Instagram, mientras que en TikTok supera los 697.000.

Asoma por mi memoria, inevitable e instintivo, aquel monólogo breve del maestro Jesús Quintero, más que presumiblemente escrito por su guionista Javier Salvago –un poeta extraordinario; recomiendo la lectura de Variaciones y reincidencias (Renacimiento, 2019), que reúne su poesía entre 1978 y 2018–, en el que, elegante y contundente, lamenta que "siempre ha habido analfabetos, pero la incultura y la ignorancia siempre se habían vivido como una vergüenza". "Nunca como ahora", continuaba el Loco de la Colina, "la gente había presumido de no haberse leído un puto libro en su jodida vida", "los analfabetos de hoy son los peores porque en la mayoría de los casos han tenido acceso a la educación; saben leer y escribir, pero no ejercen". Nihil obstat.

Seguimos con el latín: el término "cultura" proviene de cultus, participio del verbo colere, que significa "cultivar, habitar". Si un hombre es un terreno cultivable, un buen libro puede actuar como un agricultor completísimo que fertiliza, riega, ara y arranca maleza. Quien lo probó lo sabe: un buen libro no salva de nada, pero vacuna de mucho. Descubre, enseña, ilumina. Una vez le pregunté a Eduardo Torres-Dulce si, en su opinión, un hombre que lee es mejor que uno que no lee, y el exfiscal general del Estado me dio la respuesta definitiva: "No necesariamente, pero yo creo que un hombre que lee es mejor que antes de que no leyese". Un buen libro también puede ser un objeto peligroso. De ahí que, a lo largo de la Historia, los buenos libros hayan cebado un sinfín de hogueras en un sinfín de plazas públicas. Hogueras que no han sido apagadas del todo: un buen libro te puede convertir en objeto de una fatwa y costarte un ojo, sin metáforas, como a Salman Rushdie.

Amo al libro sobre casi todas las cosas –el casi es importante, a ver– y, al mismo tiempo, detesto al santo oficio cooltureta, a ese hatajo de jeremías exhibicionistas, profesionales o aficionados, que pavonean su supuesta superioridad cultural, o sea, su clasismo, subiendo a X una foto posando con un ensayo de Kapuściński mientras el Madrid disputa una semifinal de Champions. "Si la industria cultural", advierte el filósofo Jorge Freire en Agitación (Páginas de Espuma, 2020), "fabrica en serie un tipo de lector indistinguible del resto, no es la gente sin cultura la que debiera preocuparnos, sino la deformada, enraizada y embastecida por ella". No permita la Virgen que tengan poder los fetichistas de los libros, las Helen Lovejoy de la cooltura que, como Miguel Gane, excelso poeta del Enter, han saltado virtualmente a la yugular de la influencer Pombo: "La lectura te enseña y te construye. Como una madre o un hogar". Prefiero llenar mi estantería con corales de la tal amiga Sofi que con los poemarios de semejante cursi.

"Y así nos va", decía el maestro Quintero, "a los que no nos conformamos con tan poco. A los que aspiramos a un poquito más de profundidad. Un poquito , hombre, un poquito …".

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