
Los editores de las memorias de Isabel Preysler han cometido un enorme error al titularlas Mi Verdadera Historia. A este monumento a la inanidad pulcra la hubiese cuadrado más algo así como El Evangelio del Mármol Pulido: Mis Verdades Sin Mancha. Dicho eso, por fin, la sociedad puede hojear el gélido inventario de una existencia construida sobre una base inamovible de conveniencia económica, porcelana fina y un autocontrol que roza la psicopatía, todo envuelto en un aura de Chanel N.º 5 y té verde.
El texto preysleriano prometía ser un viaje al alma de un icono. En cambio, arroja una confirmación histórica demoledora: la señora Preysler no tiene ánima, sino un exquisito mecanismo de relojería que funciona exclusivamente con manzanilla templada, una voluntad de acero inoxidable y la discreta, pero fundamental, admiración de la prensa rosa, a la que alimenta con un cuentagotas de glamour calculado. Este libro no es unas memorias; es la auditoría definitiva del capital social de su autora.
El primer obstáculo insalvable para el lector es la búsqueda de cualquier emoción humana genuina que no sea la "serena felicidad" o el "plácido bienestar" que acompañan la posesión de un patrimonio inmobiliario y financiero. La Sra. Preysler aborda la adversidad —entendida como un error en la elección de un cubierto o un desajuste en el balance de cuentas— con la misma frialdad con la que su cirujano plástico ha abordado su paulatino proceso de momificación.
El capítulo dedicado a sus "Momentos de Crisis" es de una brevedad inspiradora y de una profundidad inédita en la literatura memorialística. Se centra en el día en que su florista de cabecera no pudo conseguir orquídeas blancas de Java. La reacción de Dña. Isabel es toda una lección moral, una aceptación estoica de la adversidad: "Aprendí que a veces, la verdadera elegancia está en aceptar un lirio. Pero también aprendí, inmediatamente después, a sustituir al florista y a sus incompetentes proveedores". La introspección se sustituye aquí por la inspección y el inventario. El libro no cuenta quién es, sino cómo mantiene la ilusión de serlo, dedicando páginas enteras a detallar el proceso de hidratación. La existencia preysleriana no es una vida, sino la apoteosis de la impecabilidad gestionada.
Los hombres en la vida de Isabel Preysler no son amantes; son activos de alto valor cuya única función es añadir una certificación (social, nobiliaria o intelectual) a su marca personal. Son los peldaños calculados y necesarios para ascender por una escalera social sin fin, tratados, en las memorias, con la indiferencia reservada a un mueble antiguo.
Julio Iglesias (El Trampolín Mediático) es tratado como el prólogo necesario, el error de juventud cuando fue en realidad, la startup de la exitosa carrera empresarial preysleriana.. Él cantante fue el vehículo ruidoso, la única manera elegante de comprar visibilidad global. Su valor radicó en la magnitud de su proyección, no en su fidelidad, que se despacha como un "detalle menor y previsible".
Las páginas dedicadas a Carlos Falcó, Marqués de Griñón (La Adquisición del Título) son las más frías y transaccionales. El foco está no en el afecto, sino en el linaje. El matrimonio fue un mero trámite burocrático para legitimar el ascenso social, asegurando que su descendencia tuviera un código postal y un apellido con siglos de antigüedad. La descripción de la alfombra del palacio Falcó es notablemente más cálida y detallada que la de su marido.
El recuerdo a Miguel Boyer debería haberse titulado, La Dote Cerebral, la adquisición de credenciales intelectuales. El exministro se presenta no como un genio, sino como el hombre cuya sofisticación académica ella neutralizó por completo. La sección boyeriana es una oda al control absoluto, donde lo importante no era su intelecto, sino el aura de ser la mujer que lo domó y lo confinó a la lectura en el jardín. La viudez se maneja con la elegancia de quien retira la pieza central de un decorado.
Lo de Mario Vargas Llosa no fue un romance sino una Certificación intelectual con Recibo, la adquisición de un broche de solapa Nobel. El papel del escritor era añadir la última, y más pomposa, credencial a la colección, demostrando que la Preysler podía incluso "domar a la bestia literaria". Sin embargo, el novelista resultó ser un accesorio ruidoso que desentonaba con el minimalismo emocional de la mansión. No se adaptó al estricto régimen de cenas ni al silencio sepulcral de la momia y, además, no la llevó al altar. La parte más cínica llega al final, cuando el libro insinúa la publicación póstuma de sus cartas como un acto final de liquidación de activos. La Preysler, al exponer su prosa íntima, no solo se venga del exilio, sino que reduce la obra de un Nobel a literatura barata para revistas del corazón, demostrando que, en su mundo, todo, incluso el dolor ajeno, es material inventariable y vendible. El libro lo despide con un frío: "Gracias por la validación, y por recordarme la utilidad de la soledad… y de la buena vajilla."
Al final de las extensas páginas de seda, bótox y sonrisas de revista, la gran revelación o, para ser precisos, la confirmación de algo siempre intuido es la vacía frialdad de la autora. La Preysler concluye su relato con una máxima que resume su éxito y su condena: "El secreto de la longevidad social es nunca permitir que el mundo vea el esfuerzo que conlleva ser inmaculada. La imperfección es una derrota moral y una mala inversión."
En resumen, El Evangelio del Mármol Pulido no es un libro de memorias, sino un inventario de posesiones y una demostración clínica de cómo la elegancia puede ser utilizada como arma. Es el testimonio de una mujer que ha triunfado al convertirse en un artefacto estático. El único rastro de humanidad en sus páginas es la tinta que mancha los dedos, un rastro que estamos seguros, ella ya ha mandado corregir para la segunda edición. Léanla, no para conocer a una persona, sino para comprender la fría perfección de una máquina social que solo se activa con el sonido de los flashes.
