
Amaya Uranga, una de las voces femeninas más importantes, destacó como solista de Mocedades en el período comprendido entre 1967 y 1984. En ese último año dejó el grupo y pasó diez años angustiosos, agotada por tantas giras musicales, con su mente perdida a veces. En ese tiempo hubo momentos en los que se planteó seguir viviendo. La carta de una niña de doce años la salvó de cometer un acto irremediable. Esa carta la conserva y la ha guardado a buen recaudo, tras llevarla mucho tiempo en su bolso. Luego de vivir una segunda época enrolada en El Consorcio, otro conjunto familiar, le llegó la hora de la retirada. Se sabe poco de ella, no concede apenas entrevistas. Goza, en su elegida soledad, del descanso que soñaba. Pero quienes aún la recuerdan de su mejor época tienen en la memoria muchas de sus grandes interpretaciones, como "Eres tú", "Secretaria", "Tómame o déjame", "Donde estás, corazón" y tantas otras excelentes baladas.
Nacida el 18 de febrero de 1947 en Bilbao, María Iciar Amaya Amézaga es la primogénita de nueve hermanos, varios de los cuales heredaron la vocación musical de sus progenitores, que fueron cantantes. Tras formar con Estíbaliz e Izaskun el trío Hermanas Uranga, a mediados del decenio de los 60, incrementaron el grupo con otras incorporaciones familiares, daría origen a Voces y Guitarras, germen de lo que poco tiempo más tarde originaría un grupo llamado Mocedades, que mediada la segunda mitad de aquella década se convirtió en una formación especializada en repertorio folk, que combinaron con creaciones propias que les brindó uno de los compositores de más talento, el cántabro Juan Carlos Calderón.
Los diecisiete años que Amaya Uranga perteneció a Mocedades estuvieron plenos de éxitos, reclamados por toda España y países hispanoamericanos. Si bien todos sus componentes, cuyo número fluctuaba entre seis y siete miembros, con cambios a lo largo de ese período, demostraban una disciplinada conjunción de voces, la maravillosa voz de Amaya destacaba en primer plano, en los pasajes de las canciones donde solo se le escuchaba a ella, o con el fondo del resto del grupo, ejerciendo de solista.
Amaya, en su primera juventud, pensaba dedicarse a la enseñanza, pero su destino cambiaría dada la repercusión que Mocedades obtuvo en poco tiempo. Se creyó que era una mujer feliz al sonreírle el éxito, la popularidad, el dinero que se repartían "como buenos hermanos". El público ignoraba que en el grupo existían disensiones, enfados. Y sobre todo Amaya, espíritu algo solitario, acusaba cansancio por tantas actuaciones, ensayos, grabaciones de discos y promoción de estos… No tenía vida propia. Tampoco tenía ninguna relación sentimental. Hubo un novio en su vida, de lejana existencia. Se sentía muy descontenta. Para colmo fue víctima de un accidente de coche, conducido por su hermano Roberto, del que salió malparada (al igual que otros hermanos), con cortes en el rostro. De la noche a la mañana, sin consultarlo con nadie, anunció que se iba de Mocedades.
Nadie comprendía lo que ella estaba padeciendo. Necesitaba respirar, según su propia confesión. Se fue al Norte, recorrió pueblecitos vascos, meditó. No se sentía con fuerzas ella sola para abordar sus problemas, sus decepciones, su cansancio tanto físico como mental. Aunque luego se fue apoyando en actuaciones en solitario, interpretando canciones en euskera, aunque, desde luego, sin recibir las rotundas muestras de aceptación popular como cuando estaba con Mocedades.
Y una noche, encerrada en un hotel de Zaragoza, en el año 1985, creyó llegado el momento de irse de este mundo, no sabemos si recurriendo a lo más fácil, ingiriendo algún medicamento en dosis elevadas. Por un momento, lo pensó mejor, acordándose de una carta que llevaba hace tiempo en su bolso. La extrajo de su interior, releyéndola pausadamente. Se la había enviado tiempo atrás Carmen, una desconocida niña de doce años, donde le contaba lo mucho que la tenía presente, la admiraba y le agradecía haberle servido de espejo para ser algún día tan buena cantante como ella. Unas lágrimas brotaron en seguida por el rostro de Amaya. Dejó, imaginamos, el tubo de pastillas que sostenía entre sus temblorosas manos, y musitó para sí una oración. Ya no volvió más a pensar en el suicidio.
Pero los días siguientes no le devolvieron la estabilidad psíquica que precisaba. Tuvo en adelante que recurrir a algunos fármacos tranquilizantes, a consultas psiquiátricas. En ese estado conoció en tierras norteñas a una profesora llamada Sandra, profesora de Literatura. Entre ambas se estableció una corriente de mutua comprensión, ternura y simpatía. Esa relación, que nunca Amaya hizo pública, la llevó discretamente. Y si quizás hubo murmuraciones de quienes sospecharon de esa intimidad, la cantante defendió su derecho a compartir sus sentimientos con quien quisiera. Ni negó ni afirmó ese proceder. Fueron ocho años durante los que, ni siquiera sus hermanos, tuvieron suficientes noticias de cómo se encontraba, desconocedores de las terapias a las que había tenido que someterse y del dolor y la angustia que la embargaban hacía años.
Tras ocho años de convivencia con Sandra, Amaya fue poco a poco reintegrándose a la vida normal. Y tiempo más adelante, participaría en una gala homenaje a Mocedades, dándose la circunstancia de que existían dos conjuntos con el mismo nombre, integrados fundamentalmente por varios hermanos Uranga y otros fundadores del grupo. Fue una velada emotiva, Amaya selló con besos y abrazos la reconciliación, sobre todo con su hermana Izaskun y con Javier Garay, este último, responsable de la otra formación de Mocedades. "El rencor envejece más que los años", resolvió declarar en una de sus pocas entrevistas.
De aquellos reencuentros con Estíbaliz y otros parientes surgió El Consorcio. Rosa León se encargó del repertorio, con versiones de antiguas piezas de la posguerra. El Consorcio también tuvo éxito y Amaya lució de nuevo su voz, combinada armónicamente con sus viejos compañeros de Mocedades. Agrupación en la que permaneció desde 1993 hasta 2016, año en que dijo adiós para descansar de tanto vaivén.
Amaya se fue a vivir a las afueras de Bilbao. Una casa con jardín que ella cuida amorosamente, con hortensias y azaleas. Pero su existencia ya es tranquila. A sus setenta y ocho años, tal vez haya envejecido prematuramente y su rostro acuse el paso inexorable del tiempo. No tiene nostalgia del pasado, de ahí que no quiera mostrar en sus habitaciones ninguna vitrina con trofeos de su ayer glorioso. Le encanta fomentar talleres de formación musical para grupos de niños. Y en esa soledad buscada, aunque de vez en cuando vea a Estíbaliz y algunos otros hermanos, Amaya encontró consuelo para olvidar lo que fue su ingrato pasado. Merece mucho que se la recuerde, por ser una artista extraordinaria y una mujer sensible que buscó mucho tiempo su estabilidad emocional.

