
Escribo desde un bar que se llama "Calle Melancolía", un homenaje delicado y lleno de guiños a Sabina. Fotos, portadas de discos, letras escritas en las paredes… Una estética castiza con vocación poética. Aquí estoy, en la antesala del domingo, con un vermut en la mano y el cuerpo todavía a medio camino entre la ceremonia de ayer y las ganas de no hacer nada.
Estoy en Úbeda, alojada —una vez más— en el Gran Palacio Hotel. Y sí, es gran y es palacio. Aquí llegué hace seis años con Carmen Lomana, en un taxi improvisado porque perdimos un tren. Íbamos a ver a José Mercé, y acabamos, como siempre, haciendo historia. Desde entonces, cada vez que vuelvo, hay algo de rito. Esta es, de hecho, la cuarta. Y sigue teniendo uno de los mejores spas del mundo emocional.
La primera vez que vine sola a Úbeda fue en tren, durante aquella moción de censura que cambiaría la historia del país… y la mía también, en versión miniatura. Iba llorando mientras en el móvil veía cómo se iban levantando los diputados, uno a uno, para decir "sí" o "no". Yo, ilusa, rogaba en silencio que alguien se equivocase, que dijese "no" sin querer. Porque no solo me dolía por España, ni por mis proyectos truncados con los ministros salientes. Me dolía porque estaba enamorada —en secreto y en contexto— del jefe de prensa de uno de ellos. Y si el ministro caía, él volvería a su ciudad. Yo lo sabía. Y también sabía que eso sería el fin de todo lo que no fue. A veces la política se te mete hasta en los huesos, pero lo que de verdad duele es el amor que no prospera por culpa de una crisis de gobierno.
Ayer se volvió a casar mi amigo Juanma. Diez años después. Volver a decir "sí, quiero" a la misma persona ya merece otro tipo de respeto. Y también de estilismo. Me puse un traje dos piezas, ecléctico y con mucho rollo. De esos que bailan entre lo correcto y lo libre, como toda buena historia de amor.
Volver a Úbeda es también volver a mí. A la que fui, a la que aún soy cuando nadie me mira. Hay ciudades que te conocen mejor que algunas personas. Te devuelven sin ruido a ese lugar donde todo parecía por estrenar. Aquí los recuerdos no pesan: se posan, como las luces de la tarde sobre las fachadas barrocas. No piden explicaciones. Solo te acompañan mientras decides si brindas por lo que fue… o por lo que podría haber sido.
Esta mañana —bueno, este mediodía tardío— me puse una camiseta de ACDC y un mantón de Manila reconvertido en falda. Porque sí, ahora se puede mezclar todo. El rock con el folklore, lo nocturno con lo solar, el cansancio con la belleza. Y nadie te mira raro. O si te miran, que lo hagan bien.
Lo hablaba hace unos días con Paloma González, estilista y amiga: la moda ya no tiene reglas. Lo único importante es la actitud.
La elegancia, hoy, no está en la etiqueta, sino en la forma de habitarse. En poder ir por la vida con estilo incluso cuando no estás intentando aparentar nada. En estar en paz con tu cuerpo, con tu historia, y también con ese alguien que no fue del todo tuyo pero sigue siéndolo, y que en la última fiesta parecía especialmente distraído con una chica enfundada (o desnudada) en shorts mínimos saltándose el dress code como quien no sabe que el estilo también se lleva en las costuras.
Y aun así, una aprende a no mirar dos veces. Ni una. Porque al final, vestirnos es solo una forma de protegernos. Una barrera. Un disfraz. Tengo un amigo —quizá el mismo— al que he desnudado tanto el alma que creo que jamás podría desnudarle el cuerpo. Quizás por pudor. O por todo lo contrario.
Pero últimamente me dan más ganas de "desvestirme". No de ropa, sino de todo lo demás. Expectativas, posturas, necesidad de agradar.
La elegancia, hoy, es sentarte en un bar de nombre bonito, brindar por lo que fue y también por lo que no, y notar que alguien —sin decir nada— te mira como si fueras medicina.
Volví a Úbeda. Volvió Sabina. Pero esta vez no lloré en un tren ni me tembló el pulso viendo el Congreso. Ya no me duele perder ministros, ni amores de gabinete. Porque ahora la única moción de censura que me interesa es la que aplico yo en mis empresas, en mis alianzas, en mis decisiones.
Y a diferencia del Parlamento, aquí no hay abstenciones.
