
Hay quien viaja con maletas que pesan más que sus propias certezas. Y sí, aquí hay rima, porque siempre riman bien los lastres que uno insiste en llevar consigo. Como si la sobrecarga de equipaje fuera una técnica de defensa personal. "Llevo mucho, ergo estoy preparada para todo". A mí, por añadidura, me ocurre lo contrario. Cada kilo de más me resta, me vuelve torpe, me encadena a lo innecesario.
Llevo tiempo dándole vueltas a esto de viajar ligera, como única estrategia posible. Coincide con que ayer leo un post de Carla Barber sobre cómo encajar la vida entera en una maleta de mano. Ella lo resumía en organizar bien y jugar a una especie de Tetris textil. Yo lo resumo en aceptar el vacío. Porque la mente humana funciona así. A mayor tamaño de maleta, mayor compulsión a rellenarla. El vacío nos aterra. Creemos que si sobra espacio, falta algo de nosotros.
Las pasadas navidades, por ejemplo, en Dubái comprobé la teoría. Seis días, maleta de cabina, cero dramas. Mientras tanto, mi amiga Elena Cristina facturaba un armatoste con ruedas como si se mudara al desierto. El resultado fue previsible. Ella, esclava de su maletón. Yo, libre de pasar por la vida como quien se cuela por un control de seguridad sin pitidos.
Y, al hilo de los aeropuertos, también persiste la paradoja aérea. Las compañías permiten el sobrepeso humano sin pestañear, pero no perdonan ni un gramo de más en la maleta. Gordofobia en el equipaje, tolerancia en el pasaje. La báscula del mostrador es más estricta que la de la vida misma. Al final, lo más caro de volar es lo que llevamos dentro.
Esta vez les escribo desde la Costa Brava. Ya en el desayuno del hotel, vislumbro que la misma ley vital del vacío, que aplico al equipaje, también podría otorgárselo al estómago. En los buffets todo incluido, como en las maletas demasiado grandes, la gratuidad invita a llenar huecos que no existen. La ansiedad de "aprovechar" convierte al plato en un maletón de calorías innecesarias.
Y es que el destino me trajo un verano mas a Palamós para revivir el fiestón anual de mi querido Lázaro Rosa-Violán, que esta vez nos pidió a todos ir "a rayas". Él junta lo mejor de cada casa y yo me presenté con la maleta justa. Porque el dress code cambia pero la enseñanza es la misma. Viajar ligera no es estética, es un estado de conciencia.
Se suele decir que tiran más dos tetas que dos carretas. Yo añadiría que tiran más dos maletas que toda la lógica del mundo. Hay quien no sabe viajar sin llevar encima medio armario, como si la gravedad dependiera de su outfit. Y al final, entre tetas, carretas y maletas, siempre gana la acumulación. Aunque, seamos sinceros, al menos las tetas tienen gracia; las maletas pesadas solo tienen ruedines.
Podría terminar con el eslogan barato de taza de regalo. "No es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita". Sí, es demagogia. Pero también es una verdad incómoda.
Los que viajan más ligeros son, por condena natural, no sé si los más felices, pero seguro que los que llegan más lejos en menos tiempo.
