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Chao chanclas

El otoño devuelve la esperanza. Capas, texturas, combinaciones, incluso el error estilístico tiene cierta elegancia cuando lo camufla una bufanda.

El otoño devuelve la esperanza. Capas, texturas, combinaciones, incluso el error estilístico tiene cierta elegancia cuando lo camufla una bufanda.
Un puñado de hojas sobre uno de los bancos del parque. | David Alonso Rincón

Hay algo maravilloso en que ya estemos en octubre. No hablo del calendario ni de las calabazas en los escaparates. Hablo de algo mucho más profundo, el fin de las chanclas. Esas de goma que se sujetan entre el dedo gordo y el otro, el mayor atentado estético de la temporada.

Lo único bueno del otoño es que, aunque tengas que ponerte más ropa (y a más ropa, más posibilidades de meter la pata), la estética agradece el frío. El verano es tramposo (pocos centímetros de tela y ya). Pero precisamente en esa aparente libertad se delata el estilo, o la ausencia de él. Quien no sabe vestirse, en verano queda desnudo de recursos. Y quien se pasea en chanclas por la ciudad cree que lleva comodidad cuando en realidad lleva la derrota del gusto.

El otoño devuelve la esperanza. Capas, texturas, combinaciones, incluso el error estilístico tiene cierta elegancia cuando lo camufla una bufanda. El verano, en cambio, deja todo al aire. Y el aire, por desgracia, no viste.

Y ya que hablamos de atentados estéticos, sigamos con las pildoritas de mal gusto que nos regala la vida pública. El "lamine-ya-mal" de las peluquerías exprés que prometen milagros y entregan dramas capilares. La madre que cobra por cenar, como si compartir mantel fuera un negocio y no un gesto humano. Mientras tanto al niño prodigio del fútbol le han convertido demasiado pronto en icono mediático. Lo preocupante no es su fútbol, sino el hambre colectiva de idolatrar adolescentes como si fueran oráculos, sin permitirles el derecho básico al error.

Todo esto tiene un nexo común, la prisa por mostrar sin pensar. El verano muestra demasiado (piel, pies, egos en chanclas), las redes mienten demasiado (vidas filtradas, juventudes convertidas en producto), y la estética se resiente porque deja de ser elección para convertirse en obligación.

El origen de las chanclas también tiene su parte curiosa. Nacieron en culturas tropicales donde la lógica climática justificaba su uso. En Japón eran las zōri, en Egipto los campesinos las tallaban en papiro. Eran humildes, prácticas, y nada más. El problema es que las hemos importado a las ciudades europeas como si la Gran Vía fuera Copacabana. Y no, en una metrópoli el asfalto y el plástico barato no casan con el buen gusto.

Celebro octubre, porque el fresquito devuelve la compostura a las calles y nos libra (al menos hasta el próximo junio) de tener que soportar pies expuestos en caucho contaminante.
Porque hay derrotas que se llevan en los pies y victorias que empiezan por ponerse un zapato.

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