
Hay algo profundamente extraño en la Navidad y es que la obedecemos sin cuestionarla. De repente, hay que querer más, visitar más, llamar, escribir, regalar, reunirse y celebrar. Todo junto y todo ahora. Como si el afecto necesitara permiso del calendario y como si durante el resto del año no estuviera del todo bien querer, dar o estar.
La Navidad se ha convertido en un uniforme emocional. Uno se lo pone aunque no le quede bien, aunque le apriete o aunque no esté en el momento vital adecuado. Y quien no se lo pone parece que incumple una norma no escrita, casi moral.
En redes sociales, medio Occidente aparece vestido igual. Pijamas de cuadros rojos y verdes, copas en alto, árboles perfectamente iluminados al fondo. Familias alineadas en una estética común que transmite una idea muy concreta: aquí todo está bien. No importa cómo estés realmente, importa que lo parezca. La intimidad ya no se vive, se demuestra.
Si uno se va un poco más atrás, a los orígenes de todo esto, a esa tradición cristiana de la que tanto se habla y tan poco se practica, la Navidad no iba de demostrar nada, sino de algo mucho más incómodo y menos fotografiable, la gratitud y la generosidad. Gratitud no entendida como ese ejercicio diario de autoafirmación en stories, ese "gracias por todo lo que tengo" repetido como un mantra automático, sino como una conciencia profunda de lo recibido y una responsabilidad silenciosa hacia los demás.
Porque el mayor gesto de gratitud casi nunca se cuenta. No se sube. No se exhibe. No busca aplauso. Y la solidaridad real suele ser discreta, incluso invisible, justo lo contrario de lo que hoy se premia.
Quizá por eso resulta tan llamativo que concentremos tantas expectativas emocionales en unos pocos días. Como si el cariño, el cuidado o la atención solo adquirieran valor cuando vienen acompañados de ritual, decoración y calendario. Como si el año necesitara un cierre sentimental obligatorio antes de terminar.
Este año estoy en República Dominicana, en un resort de "todo incluido", con una pulsera en la muñeca que promete que no tienes que pensar demasiado. Estoy con mi amiga y socia Bea Fanjul, y nuestra forma de vivir estos días se parece poco a lo que suele esperarse. Nos acostamos pronto, nos levantamos a las seis, entrenamos por la mañana y jugamos al tenis por la tarde. Mucha lectura (ella con su ebook; yo fiel al papel palpable). Apenas bebemos alcohol, entre otras cosas porque el alcohol del "todo incluido" deja mucho que desear teniendo los vinos que tenemos en España. A lo sumo, una cerveza a media mañana. Suficiente.
No hay grandes brindis ni excesos. Hay descanso. Hay rutina elegida. Hay silencio mental.
Vengo de una agenda estriónica, socialmente activa, intensa hasta el agotamiento. Eventos, viajes, cenas, conversaciones, decisiones. Una agenda muy similar, o incluso más exigente, es la de Bea, que compagina su responsabilidad como presidenta de Nuevas Generaciones del Partido Popular con su labor como diputada. En mundos distintos, pero con una intensidad parecida, a las dos nos une lo mismo, una sucesión constante de compromisos profesionales y sociales que, llegado un punto, te empujan a necesitar desconectar del todo, sin ruido y sin explicación.
A veces resulta extraño comunicarle a la familia que te vas en estas fechas y que volverás más adelante, que no es un rechazo ni una huida, sino otra forma de estar y también de querer. Pero también conviene decirlo sin culpa: no todas las Navidades tienen que vivirse igual ni responder al mismo patrón.
Tal vez el problema no sea el lugar, ni la tradición, ni siquiera la puesta en escena. El problema es la norma. La norma de sentir lo correcto en el momento correcto, de querer cuando toca, de cumplir emocionalmente antes de cerrar el año.
La Navidad podría ser una pausa consciente, un ejercicio real de gratitud y generosidad. Pero no debería ser un disfraz ni una coreografía colectiva. Y desde luego, no un uniforme emocional que todos tengamos que ponernos, aunque no nos quede.
