Señores,
La semana pasada asistí a dos muertes paralelas. Pese a encontrarse separadas a 7235 kilómetros, lo cierto es que causaron en mi la misma sensación, y creo poder estar en condiciones de afirmar que se encuentran de alguna forma conectadas.
En primer lugar, les hablaré de La Dama de los Gatos. Prácticamente todo vecindario tiene una mujer huraña, nonagenaria y apática, que observa el mundo desde el rectángulo su ventana gris, tras sus cortinas raídas, rodeada de somnolientos gatos de raza incierta que lamen sus patas asentados pacíficamente en el alféizar, gatos que desaprueban vagamente el mundo con aristocrática resignación. Ahí va la anciana solitaria, que se mantiene a duras penas en un ángulo más o menos vertical con el suelo, se suena la nariz en un delantal de color pardo, revuelve la basura cada madrugada, y mira el devenir del mundo con ojos profundamente nublados. Ahí sus manos como sarmientos retorcidos y sus canas atrapadas en un moño poco nítido y su silencio perpetuo fruto del rencor o del desconcierto. Ahí La Dama de los Gatos, cuyo aspecto débil y delicado, como un montoncito de cañas cubiertas de pergamino, me provoca una ternura infinita. El otro día, cuando por la noche me sacaba a pasear mi perra, observé que la calle había sido cortada con un despliegue importante de trémulos camiones de bomberos, ululantes coches de policía y ambulancias rebeldes y vocingleras. La Dama de los Gatos había caído, según pude saber más tarde, entre la cama y la pared, y ahí había pasado los últimos días de su vida embutida, sin comer ni beber, sin hablar con nadie, pisoteada por sus gatos e ignorada por Dios, hasta que los vecinos, preocupados por no verla asomada al alféizar perpetuo desde el que juzgaba el mundo, decidieron llamar a emergencias. No puedo evitar, cada día, desde entonces, echar un vistazo al rectángulo desde el que La Dama de los Gatos se negaba a devolverme los saludos, el rectángulo que constituía para ella, desde hace ya muchos años, el marco perpetuo de su vida. Desde él vio el último tránsito de las estaciones, la última caída de las hojas de los árboles y el último brote de las flores, los últimos coches chapoteando bajo la lluvia, los últimos niños jugando a la pelota, las últimas parejas retorciendo sus manos y robándose besos y a mi perra arrastrándome presurosa hasta el parque por última vez.
Los exploradores canadienses durante el siglo XIX difundieron la leyenda, que tal vez tenga algo de verdad, de que los esquimales abandonaban a sus ancianos en la nieve a la espera de ser devorados por un oso. La potente imagen de un desvalido, senil y trémulo esquimal haciendo frente valientemente a la ventisca que ha perseguido mi fértil imaginación durante muchos años, estará ahora acompañada del vídeo de CandyJunkie muriendo solo ante el mundo, o la truculenta escena de La Dama de los Gatos apagándose lentamente, encajada entre la cama y la pared. Tanta webcam, tanto teléfono dorado, tantos sms, tanto foro y chat, tanto centro de día, tanto grupo de apoyo, tanto voluntariado, tanta psicología venida a más en el siglo XXI, tanto botón del pánico, tanta teleasistencia y telecomida y telenieto, y al final... qué solos morimos todos, ¿verdad?.
Desfallecidamente,
Fabián, su Chico Pesimista
Fabián C. Barrio es cronista rosa