Las muertes paralelas
Señores,
La semana pasada asistí a dos muertes paralelas. Pese a encontrarse separadas a 7235 kilómetros, lo cierto es que causaron en mi la misma sensación, y creo poder estar en condiciones de afirmar que se encuentran de alguna forma conectadas.
En primer lugar, les hablaré de La Dama de los Gatos. Prácticamente todo vecindario tiene una mujer huraña, nonagenaria y apática, que observa el mundo desde el rectángulo su ventana gris, tras sus cortinas raídas, rodeada de somnolientos gatos de raza incierta que lamen sus patas asentados pacíficamente en el alféizar, gatos que desaprueban vagamente el mundo con aristocrática resignación. Ahí va la anciana solitaria, que se mantiene a duras penas en un ángulo más o menos vertical con el suelo, se suena la nariz en un delantal de color pardo, revuelve la basura cada madrugada, y mira el devenir del mundo con ojos profundamente nublados. Ahí sus manos como sarmientos retorcidos y sus canas atrapadas en un moño poco nítido y su silencio perpetuo fruto del rencor o del desconcierto. Ahí La Dama de los Gatos, cuyo aspecto débil y delicado, como un montoncito de cañas cubiertas de pergamino, me provoca una ternura infinita. El otro día, cuando por la noche me sacaba a pasear mi perra, observé que la calle había sido cortada con un despliegue importante de trémulos camiones de bomberos, ululantes coches de policía y ambulancias rebeldes y vocingleras. La Dama de los Gatos había caído, según pude saber más tarde, entre la cama y la pared, y ahí había pasado los últimos días de su vida embutida, sin comer ni beber, sin hablar con nadie, pisoteada por sus gatos e ignorada por Dios, hasta que los vecinos, preocupados por no verla asomada al alféizar perpetuo desde el que juzgaba el mundo, decidieron llamar a emergencias. No puedo evitar, cada día, desde entonces, echar un vistazo al rectángulo desde el que La Dama de los Gatos se negaba a devolverme los saludos, el rectángulo que constituía para ella, desde hace ya muchos años, el marco perpetuo de su vida. Desde él vio el último tránsito de las estaciones, la última caída de las hojas de los árboles y el último brote de las flores, los últimos coches chapoteando bajo la lluvia, los últimos niños jugando a la pelota, las últimas parejas retorciendo sus manos y robándose besos y a mi perra arrastrándome presurosa hasta el parque por última vez.
Y ahora vámonos a Florida. CandyJunkie, de nombre real Abraham Biggs, era un muchacho afroamericano de diecinueve años con una vida mediocre. Le gustaba decir que tenía buen corazón, pero que no dejaba a la gente lo pisoteara. Aseguraba ser amigo de sus amigos, el tipo de persona al que siempre se podía acudir. Las fotos de su perfil de MySpace muestran una sonrisa fácil y franca pero unos ojos tristes y una vida limitada como el marco de una ventana: unas pocas fiestas, un coche pequeño, un instituto de barrio, una amiga con sobrepeso. CandyJunkie solía retransmitir su monótona vida a través de la webcam de su cuarto por medio del portal Justin.TV. Al parecer, no era la primera vez que Abraham advertía de que pondría fin a su vida: Lo hacía con cierta frecuencia en un foro de musculación. Su nota de despedida refleja, en el gélido espejo de las palabras, la desesperación de alguien que se sabe abandonado. Así, ante la mirada atónita de centenares de personas, sus vecinos digitales, CandyJunkie se tomó una montaña de pastillas y se echó a dormir. El ojo de plástico de la webcam lo estuvo contemplando durante horas sin pestañear, dando fe de una muerte anunciada. Tras los monitores de sus ordenadores, decenas de internautas observaron en silencio. Lo vieron morir. Como si se tratara de una anciana demente embutida entre la cama y la pared. El final del video muestra la irrupción de la policía en su cuarto. Fuera, la calle había sido cortada con un despliegue importante de trémulos camiones de bomberos, ululantes coches de policía y ambulancias rebeldes y vocingleras.
Los exploradores canadienses durante el siglo XIX difundieron la leyenda, que tal vez tenga algo de verdad, de que los esquimales abandonaban a sus ancianos en la nieve a la espera de ser devorados por un oso. La potente imagen de un desvalido, senil y trémulo esquimal haciendo frente valientemente a la ventisca que ha perseguido mi fértil imaginación durante muchos años, estará ahora acompañada del vídeo de CandyJunkie muriendo solo ante el mundo, o la truculenta escena de La Dama de los Gatos apagándose lentamente, encajada entre la cama y la pared. Tanta webcam, tanto teléfono dorado, tantos sms, tanto foro y chat, tanto centro de día, tanto grupo de apoyo, tanto voluntariado, tanta psicología venida a más en el siglo XXI, tanto botón del pánico, tanta teleasistencia y telecomida y telenieto, y al final... qué solos morimos todos, ¿verdad?.
Desfallecidamente,
Fabián, su Chico Pesimista
Fabián C. Barrio es cronista rosa
La semana pasada asistí a dos muertes paralelas. Pese a encontrarse separadas a 7235 kilómetros, lo cierto es que causaron en mi la misma sensación, y creo poder estar en condiciones de afirmar que se encuentran de alguna forma conectadas.
En primer lugar, les hablaré de La Dama de los Gatos. Prácticamente todo vecindario tiene una mujer huraña, nonagenaria y apática, que observa el mundo desde el rectángulo su ventana gris, tras sus cortinas raídas, rodeada de somnolientos gatos de raza incierta que lamen sus patas asentados pacíficamente en el alféizar, gatos que desaprueban vagamente el mundo con aristocrática resignación. Ahí va la anciana solitaria, que se mantiene a duras penas en un ángulo más o menos vertical con el suelo, se suena la nariz en un delantal de color pardo, revuelve la basura cada madrugada, y mira el devenir del mundo con ojos profundamente nublados. Ahí sus manos como sarmientos retorcidos y sus canas atrapadas en un moño poco nítido y su silencio perpetuo fruto del rencor o del desconcierto. Ahí La Dama de los Gatos, cuyo aspecto débil y delicado, como un montoncito de cañas cubiertas de pergamino, me provoca una ternura infinita. El otro día, cuando por la noche me sacaba a pasear mi perra, observé que la calle había sido cortada con un despliegue importante de trémulos camiones de bomberos, ululantes coches de policía y ambulancias rebeldes y vocingleras. La Dama de los Gatos había caído, según pude saber más tarde, entre la cama y la pared, y ahí había pasado los últimos días de su vida embutida, sin comer ni beber, sin hablar con nadie, pisoteada por sus gatos e ignorada por Dios, hasta que los vecinos, preocupados por no verla asomada al alféizar perpetuo desde el que juzgaba el mundo, decidieron llamar a emergencias. No puedo evitar, cada día, desde entonces, echar un vistazo al rectángulo desde el que La Dama de los Gatos se negaba a devolverme los saludos, el rectángulo que constituía para ella, desde hace ya muchos años, el marco perpetuo de su vida. Desde él vio el último tránsito de las estaciones, la última caída de las hojas de los árboles y el último brote de las flores, los últimos coches chapoteando bajo la lluvia, los últimos niños jugando a la pelota, las últimas parejas retorciendo sus manos y robándose besos y a mi perra arrastrándome presurosa hasta el parque por última vez.
Y ahora vámonos a Florida. CandyJunkie, de nombre real Abraham Biggs, era un muchacho afroamericano de diecinueve años con una vida mediocre. Le gustaba decir que tenía buen corazón, pero que no dejaba a la gente lo pisoteara. Aseguraba ser amigo de sus amigos, el tipo de persona al que siempre se podía acudir. Las fotos de su perfil de MySpace muestran una sonrisa fácil y franca pero unos ojos tristes y una vida limitada como el marco de una ventana: unas pocas fiestas, un coche pequeño, un instituto de barrio, una amiga con sobrepeso. CandyJunkie solía retransmitir su monótona vida a través de la webcam de su cuarto por medio del portal Justin.TV. Al parecer, no era la primera vez que Abraham advertía de que pondría fin a su vida: Lo hacía con cierta frecuencia en un foro de musculación. Su nota de despedida refleja, en el gélido espejo de las palabras, la desesperación de alguien que se sabe abandonado. Así, ante la mirada atónita de centenares de personas, sus vecinos digitales, CandyJunkie se tomó una montaña de pastillas y se echó a dormir. El ojo de plástico de la webcam lo estuvo contemplando durante horas sin pestañear, dando fe de una muerte anunciada. Tras los monitores de sus ordenadores, decenas de internautas observaron en silencio. Lo vieron morir. Como si se tratara de una anciana demente embutida entre la cama y la pared. El final del video muestra la irrupción de la policía en su cuarto. Fuera, la calle había sido cortada con un despliegue importante de trémulos camiones de bomberos, ululantes coches de policía y ambulancias rebeldes y vocingleras.
Los exploradores canadienses durante el siglo XIX difundieron la leyenda, que tal vez tenga algo de verdad, de que los esquimales abandonaban a sus ancianos en la nieve a la espera de ser devorados por un oso. La potente imagen de un desvalido, senil y trémulo esquimal haciendo frente valientemente a la ventisca que ha perseguido mi fértil imaginación durante muchos años, estará ahora acompañada del vídeo de CandyJunkie muriendo solo ante el mundo, o la truculenta escena de La Dama de los Gatos apagándose lentamente, encajada entre la cama y la pared. Tanta webcam, tanto teléfono dorado, tantos sms, tanto foro y chat, tanto centro de día, tanto grupo de apoyo, tanto voluntariado, tanta psicología venida a más en el siglo XXI, tanto botón del pánico, tanta teleasistencia y telecomida y telenieto, y al final... qué solos morimos todos, ¿verdad?.
Desfallecidamente,
Fabián, su Chico Pesimista
Fabián C. Barrio es cronista rosa
no todos mueren solos. mira el gato de sánchez dragó, por ejemplo.
Uno de los problemas de este mundo es la soledad y el egoísmo, el yo perpetuo, que no nos deja ver a los demás. Gran artículo. http://hjoselasso.blogspot.com http://todojuegosyconsolas.blogspot.com
La cuestión es ¿la vida moderna, y lo que conlleva, Internet, la TV, los dúplex del extrarradio, las parejas en las que ambos miembros trabajan, las guarderías, el servicio a domicilio de Mercadona, todo eso, nos hace más solitarios, o, simplemente, nos hace más fácil percatarnos de que la alienación existe, y abunda como siempre ha abundado? Cada uno habla de la feria como le va en ella, pero yo voto por lo segundo. Sin Internet, no nos hubiéramos enterado de la tragedia y ejemplo de este chico, y en todos los barrios hay una loca que vive sola con una legión de gatos (por poner un ejemplo, en mi barrio dicen que soy yo), pero sin los nuevos medios, tampoco los usuarios de LD nos hubiéramos enterado de la tragedia concreta del barrio de Fabián. (sigue en el siguiente comentario)
Así que mi visión es (relativamente) optimista. Siempre hay solitarios, y todo el mundo muere solo, pero la vida moderna, con todos sus inconvenientes, también ha socavado un estilo de vida vecinal e invasivo aparentemente más paternal y solidario, pero que devenía frecuentemente un opresivo régimen del "qué dirán" jalonado de muchos exilios interiores, como en aquella película, "Calle Mayor" de Bardem (con perdón). Al menos yo y muchos "frikis" como yo, con la vida moderna, vamos tirando. Cuando a los 17 años decidí dejar de ver la tele ya sabía que me aguardaba una vida solitaria en la que casi nadie de mis conocidos leería los mismos libros, se interesaría por los mismos temas ni tendría mis mismas ideas. ¡Y por aquel entonces la www era un sueño! Pero con Internet (y sabiendo inglés) muy raro tiene que ser uno para no encontrar varios miles de potenciales amigos con los que se tenga mucho en común. La misma Libertad Digital tiene un mucho de reducto de liberales, que en España somos no poco huérfanos. Y un último consejo para padres con hijos en vías de educación, en este país que es un corralito cultural: saber inglés te hace libre. Y ligas más.
Escribe usted como los ángeles, Sr. Fabián. ¿Tiene publicado ya algún libro?