El 29 de mayo de 1432, Alfonso V el Magnánimo, rey de Aragón, partía rumbo a Italia para emprender su gran conquista, el reino de Nápoles. Tardaría aún veinticinco años en morir, pero lo cierto es que no volvería a pisar España. Hijo mayor de Fernando de Trastámara, Alfonso recibió una educación exquisita y sintió desde joven una fuerte inclinación por el arte y toda manifestación de belleza. Cuando años después se asiente en la corte de Nápoles vivirá como un gran príncipe renacentista, rodeado de lujos y artistas, anfitrión de las más selectas embajadas. Quizás fuera esa búsqueda de la belleza lo que le lleva a Italia, lo que aviva sus ansias de gloria personal en costosas campañas que encajan mal entre los catalanes, partidarios de una política prudente y de bajo vuelo. Quizás fuera su aversión a su esposa María, poco agraciada, a quien entregó plenos poderes antes de marchar y de quien nunca buscó un heredero.
El 30 de mayo de 1969 entraba en vigor la Constitución de Gibraltar. Los gibraltareños habían votado en referéndum que preferían seguir perteneciendo a la corona británica y les iba a ser entregada una Constitución que cambiaría para siempre el espíritu de las negociaciones sobre esta región. El Reino Unido concedía al Peñón un alto grado de autonomía y se comprometía, además, a no negociar nunca bilateralmente su devolución. Esto complicaba en gran medida la resolución del conflicto, ya que España rechazaba la negociación trilateral, puesto que no podía conceder a Gibraltar rango de país soberano, e Inglaterra parecía cerrar de pronto la posibilidad de decidir unilateralmente.
Alfonso XIII de Borbón (Madrid, 1886-Roma, 1941) fue el hijo póstumo de Alfonso XII y María Cristina de Habsburgo-Lorena, quien ejerció la regencia durante su minoría de edad, entre 1885 y 1902. Fue coronado a los dieciséis años. El 31 de mayo de 1906, a los veinte años, se casó con la princesa británica Victoria Eugenia de Battenberg (1887-1969), hija de Enrique de Battenberg y la princesa Beatriz de Inglaterra. Victoria Eugenia era nieta de la reina Victoria, a pesar de lo cual tuvo que pasar de ser Alteza Serenísima a Alteza Real para que el matrimonio no fuese morganático, es decir, entre personas de rango desigual. En el origen de esa unión estuvo el proyecto de casar al joven Rey con la princesa Patricia, también nieta de Victoria. Alfonso viajó a Londres para conocerla, pero, al parecer, ella estaba enamorada de otro hombre. En cambio, se encontró con la que sí sería su esposa en una boda por amor, muy celebrada por el pueblo español, que tuvo lugar en los Jerónimos de Madrid. En el camino de regreso al Palacio Real, el anarquista catalán Mateo Morral les arrojó un ramo de flores que escondía en su interior una bomba, desde el balcón de la pensión en la que se había alojado, en el número 88 de la calle Mayor. Hubo muertos y heridos entre la gente que presenciaba el paso del cortejo y algunos miembros del séquito real, pero los Reyes salieron ilesos. Morral no era, como cabría pensar, un obrero desesperado, sino el hijo de una familia de comerciantes textiles de Barcelona, que había viajado y hablaba varios idiomas, que había adoptado la ideología anarquista en Alemania, había abandonado el negocio y había trabajado de bibliotecario con Francisco Ferrer y Guardia, un librepensador que fue acusado más tarde de instigación en los sucesos de la Semana Trágica y fusilado en 1909, entre otras razones por su relación con Morral. Durante la Guerra Civil, el Ayuntamiento de Madrid, en un ramalazo de pasión extremista, cambió el nombre de la calle Mayor por el de Mateo Morral. En 1939 la tansitada vía recuperó su denominación tradicional.
El 29 de junio de 1803 el orientalista Domingo Badía desembarcaba en Tánger, bajo la identidad del príncipe abasí Alí Bey. Badía le había propuesto a Manuel Godoy un plan de viaje a África con objetivos científicos, pero al ser rechazado tuvo que engatusar al valido con promesas de anexiones territoriales y beneficios comerciales. Así, el cariz del viaje fue cambiando, y en vez de buscar las fuentes del Nilo o descubrir Tombuctú, la ciudad del Sahara, Badía viajaría a Marruecos convertido en espía e intrigante.
El 30 de junio de 1520 los aztecas expulsaban a los españoles de Tenochtitlán. Era la Noche Triste. Demasiados peligros y batallas había sorteado Hernán Cortés para un desenlace semejante. Con el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, siguiéndole los talones por desobedecer sus órdenes y lanzarse a la conquista, con el gran Imperio azteca enviándole mensajes de hostilidad e incontables tribus desconocidas a su alrededor, Cortés sabía que Moctezuma era un tirano y podía ganarse la confianza de los caudillos locales, aunque esa confianza se obtenía por las armas. Primero vencerá a los tlaxcaltecas, que le atacan en una proporción de uno a cien. Luego se adentrará en la ciudad santa de Cholula, donde sospechará una encerrona de Moctezuma y lanzará una sangrienta batida de castigo. Tras someter y pacificar a ambos pueblos, Cortés fijará su objetivo en la gran capital del reino, Tenochtitlán.
El 29 de julio de 1520 se constituía en Ávila la Junta Santa, el órgano de gobierno de los comuneros de Castilla. La de los comuneros pudo haber sido la primera revolución política de la Edad Moderna. Fue un levantamiento burgués que pretendía poner coto al absolutismo de Carlos V y a la usurpación de cargos de su séquito extranjero. Carlos llegaba a España para reinar sin hablar palabra de español, traía una enorme y antipática corte holandesa y venía a pedir dinero para su coronación imperial en Alemania. Los problemas venían de atrás, pero fue salir el rey de España y estallar la revuelta. Los comuneros quieren a un rey centrado en los asuntos de España y más españoles en los cargos clave de la Administración. Luchan por un gobierno cercano, por elegir a sus procuradores sin intromisiones, es decir, velan por sus intereses y quieren mantener sus privilegios. Pero aún van más allá. Los comuneros querían hacer de las Cortes de Valladolid un Parlamento moderno, capaz de vetar las actuaciones del monarca y obrar con autonomía, toda una subversión de poderes para la época. Y en su ambición se les fue la mano. En Segovia, los comuneros mataron a los procuradores por su conformismo a la hora de poner dinero para la ambición imperial de Carlos. La revuelta se fue recrudeciendo y el regente, Adriano de Utrecht, no veía la forma de pararla. Los comuneros, muy organizados, formaron una junta central en Ávila que llamaron Santa Junta. Cada ciudad aportaba un líder. Toledo a Juan Padilla, Segovia a Juan Bravo, Salamanca a Pedro Maldonado. En septiembre toman Tordesillas, refugio de Juana la Loca, y ponen la rebelión a su servicio, pero la madre del rey Carlos no aceptó enbacezar una rebelión contra su hijo. Entonces surge algo inesperado. Alentada en el furor de los insurgentes, la pequeña villa de Dueñas se une al levantamiento, pero no se opone al rey flamenco, sino a los nobles dominantes, los condes de Buendía. Hasta entonces la nobleza contemplaba complacida el movimiento con frívola curiosidad por saber cómo reaccionaría el monarca. Ahora la revolución se extendía a su ámbito y ponía en duda sus privilegios. La cosa cambiaba. Con la nobleza involucrada, los comuneros caerán en Villalar el 23 de abril de 1520. El sueño revolucionario había terminado.
La Primera Guerra Mundial estalló el 28 de julio de 1914. Dos días más tarde, el 30, el gobierno de Eduardo Dato declaró la neutralidad española en el conflicto, aunque hasta el 7 de agosto no se publicara el decreto real en el que Alfonso XIII decía verse en el «deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles con arreglo a las leyes vigentes y a los principios del Derecho Público Internacional». No obstante, no todos los españoles consideraban que aquella fuese la posición más adecuada para el país, sobre todo porque había quienes simpatizaban con un bando o con otro y consideraban que España debía intervenir en cualquier caso. El Rey y el carlista Vázquez de Mella, por ejemplo, eran decididamente germanófilos, ya que veían en la disciplina y el industrialismo alemán un modelo a imitar. El conde de Romanones, Alejandro Lerroux, Antonio Maura y hasta el entonces joven Manuel Azaña eran aliadófilos, en la medida en que veían a Francia e Inglaterra como modelos de democracia y liberalismo. En la revuelta España de aquella época, marcada aún por el Desastre del 98, y por las huelgas y represiones que tuvieron su cenit en la Semana Trágica de Barcelona en 1909, el país entero se hallaba dividido en el apoyo a los distintos bandos. Romanones, que había hecho pública su aliadofilia desde el principio, ganó las elecciones en diciembre de 1915 y gobernó de 1916 a 1917. Coincidió su llegada a la presidencia del Consejo de Ministros con el torpedeo por submarinos alemanes —entonces un nuevo elemento en la guerra— de barcos españoles, lo cual le dio pie para enfrentarse a Alemania, al menos en el terreno diplomático. Pero eso abrevió su estancia en el poder: la prensa proalemana, que era casi toda, se aferró a los problemas sociales sin resolver en España para bombardearlo sin cesar, hasta lograr su dimisión. Pero, más allá de las buenas intenciones de cada uno, España era un país atrasado, fundamentalmente agrícola y con escaso desarrollo industrial —dos cosas que inhabilitan para que la entrada en una guerra dé algún beneficio—, el ejército apenas si daba para atender a los enfrenamientos de Marruecos —se acababa de crear la rama aeronáutica—, y el problema de Gibraltar era un inconveniente grave para apoyar a Inglaterra. La guerra pasó sin nuestra intervención.
El 31 de julio de 844 la singular silueta de los drakkars vikingos asomó por las costas del reino de Asturias. Se sabe que al día siguiente una expedición llegó hasta Gijón aunque poco debió interesarle esta ciudad porque enseguida volvieron a embarcar para tomar rumbo a La Coruña. Allí les sorprendió el imponente faro romano de la Torre de Hércules y debieron pensar que junto a tal monumento habría importantes ciudades y riquezas, pero ni en el pequeño asentamiento que por entonces era la ciudad, ni en la vecina Brigantium (Betanzos) encontraron botín digno de saquear. Ya debía estar avisado el rey de Asturias, Ramiro I, de la inquietante presencia porque no tardó en formar un ejército y enfrentarse al desconocido invasor en tierras gallegas. El enfrentamiento fue feroz, al menos lo fue para los normandos, que salieron despavoridos perdiendo muchos hombres y, según las exageradas crónicas de entonces, también sesenta barcos.
El 29 de agosto de 1622 los tercios españoles se imponían en la batalla de Fleurus a los protestantes del Sacro Imperio. La batalla se desarrolló en el marco de la Guerra de los Treinta Años, una contienda que terminó arrastrando a toda Europa a las armas y que debatía dos formas de entender el mundo o, si se quiere, dos civilizaciones contrapuestas, la sociedad burguesa capitalista y protestante contra una sociedad tradicionalista y católica. La situación para España se agravaba por la extinción de los doce años de tregua que se había dado al conflicto de Flandes.
El 30 de agosto de 1580 las tropas españolas del duque de Alba vencían a las portuguesas en la batalla de Alcántara. Se trataba de la batalla definitiva por el trono portugués. Desde que Felipe II tuvo noticia de la muerte de su sobrino, el joven monarca Sebastián I, caído en la batalla de Alcazarquivir en las cruzadas del norte de África, había estudiado la posibilidad de ejercer su derecho a la corona portuguesa. Felipe II había reunido a su consejo y había unanimidad de opiniones en cuanto a la validez de sus derechos. La solución, además, apremiaba. La muerte de Sebastián, hijo de su hermana Juana, había dejado a un viejo clérigo de sesenta y siete años al frente del reino y su vasto imperio en el Nuevo Mundo. La unión de las dos coronas peninsulares daría seguridad y prosperidad a los reinos, unificaría el comercio de ultramar y fortalecería a la Iglesia en su cruzada contra los protestantes.