Hubo un tiempo en que unos tipos con barba, túnica y una paciencia infinita se encerraban en sótanos a triturar minerales, calentar líquidos en alambiques y aprender de grimorios llenos de símbolos esotéricos. Son los alquimistas de quienes todos hemos oído hablar e incluso visto en más de una película. Su sueño era transformar el plomo en oro, encontrar el elixir de la inmortalidad o cuestiones más ocultas y transcendentales. Yo siempre he sentido fascinación por ellos. Quizás no lograran lo que buscaban, al menos que sepamos, pero plantaron la semilla de algo más grande: el interés del ser humano por descifrar lo más profundo de la naturaleza: transformar la materia. Hoy, en pleno siglo XXI, esa obsesión no ha desaparecido, solo ha cambiado de nombre. Ahora la llamamos nanotecnología.
Sí, la alquimia ha resucitado. Solo que ahora, en vez de cuevas húmedas y grimorios polvorientos, tenemos laboratorios blancos, microscopios electrónicos e inteligencia artificial. Pero el fondo es el mismo: manipular lo más íntimo de la materia para obtener propiedades que antes parecían imposibles.
La nanotecnología busca fabricar nanoestructuras, es decir, una organización de la materia a una escala mil veces más pequeña que el grosor de un cabello humano. Y los nanomateriales son sustancias que, diseñados —tallados— a esa escala diminuta, se comportan de forma distinta: más fuertes, más ligeras, más conductoras, más resistentes… Como si el universo hubiera guardado sus mejores cartas para quien se atreviera a mirar con la lupa atómica.
¿Hay ejemplos ya? Por supuesto. El grafeno, esa estrella mediática de la ciencia, es un material que se construye "pelando" el carbono hasta dejarlo con solo una capa de átomos. Gracias a esta nanoestructura, se vuelve más resistente que el acero y mejor conductor que el cobre.
Con estas nanoestructuras se pueden lograr verdaderos prodigios: materiales que se limpian solos, tejidos que repelen el agua y las bacterias, haciendo que la ropa no se ensucie y no huela a sudor, baterías que duran más, pesan menos y no salen ardiendo y te dejan sin tu flamante coche eléctrico en unos minutos y hasta sustancias que cambian de color ante determinados eventos.
Y por si esto fuera suficiente, en medicina se están desarrollando nanobots que viajan por el cuerpo para atacar células tumorales o liberar fármacos solo en el sitio donde se necesitan. También en electrónica, los nanomateriales están permitiendo fabricar chips más pequeños y potentes, con menos consumo, al borde de lo cuántico. Tallar la materia a escala atómica abre un mundo de infinitas posibilidades para todas las industrias.
La diferencia entre el alquimista medieval y el del siglo XXI, el ingeniero de materiales, es que ya no se sueña con fabricar oro, sino con baterías que no se agotan, edificios que se autorreparan, fármacos que curan sin dañar. Descubrimientos y aplicaciones que pueden aportar muchos más beneficios que el oro, y no solo económicos.
No se trata de magia, aunque a veces lo parezca. Se trata de comprender lo invisible para cambiar lo visible. Y en esa comprensión quizás esté la verdadera piedra filosofal de nuestra era. Así que la próxima vez que oiga "nanotecnología", no piense solo en ciencia o tecnología. Piense en ambición, en futuro, en esa vieja obsesión humana por dominar la materia. Porque la nueva alquimia ya está aquí. Y, esta vez, funciona.
Antonio Flores Galea tiene dos ingenierías superiores de Telecomunicación y en Electrónica por la Universidad de Sevilla y es MBA por la escuela de negocios IESE. Es profesor de Inteligencia Artificial y Big Data en la Universidad Francisco de Vitoria.

