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Ortega y Gasset, un váter, un plátano y el futuro del arte

Si el arte contemporáneo puede ser exasperante, también es un espacio de libertad absoluta.

Si el arte contemporáneo puede ser exasperante, también es un espacio de libertad absoluta.
La Feria Internacional de Arte Contemporáneo ARCO 2017 | David Alonso Rincón

Se cumplen 100 años de la publicación de La deshumanización del arte de Ortega y Gasset. Me lo ha recordado un váter que he visto tirado en la calle. O colocado allí por un artista, vete tú a saber. ¿Era basura y/o una obra de arte? No sé si don José lo conocía, pero en 1917 tanto Lenin como Duchamp le dieron un insospechado giro a la historia del mundo. El ruso asesinando al zar y el francés a esa cosa llamada hasta entonces "arte". Un siglo después no solo no nos hemos librado de la herencia venenosa y tóxica de los autoritarismos de izquierda y los fetichistas de urinarios, sino que chapoteamos entre cáscaras de plátanos y habitaciones vacías en el legado envenenado del populismo delirante made in Lenin y las subversivas chorradas de Duchamp. 100 años después del análisis de Ortega, tratamos de sobrevivir a los sistemas políticos antiliberales y a las bienales de arte en las que las señoras de la limpieza amenazan con tirar al contenedor la última ocurrencia del penúltimo infeliz con ansias de ganar sus quince minutos de fama mediática.

El testigo de Lenin asesinado al zar lo tomó Stalin matando a Trotski con un piolet. A Duchamp lo han seguido otros que han convertido la arbitrariedad más o menos caprichosa en una fuente de la que mana el dinero y la fama, véase Andy Warhol. Un váter, un plátano, una lata de sopa… qué tiempos, se quejan los conservadores artísticos cuando el canon lo formaban Leonardo, Miguel Ángel y Rafael. Sin embargo, entre la muerte de Delacroix, 1863, y el nacimiento de Picasso, 1881, algo se rompió en el tejido artístico. Duchamp fue la cima de una montaña en cuya base estaba Les Demoiselles d'Avignon de Picasso, considerado el punto de partida del cubismo. Este movimiento, liderado por el pintor español, descomponía la realidad en formas geométricas, alejándose de la representación naturalista. Es un ejemplo clave de la "deshumanización" por su enfoque en la forma sobre el contenido humano.

Lo que comprendió Ortega es que el arte duchampicassiano estaba perdido su componente humanista para convertirse en un arte propio de vulcanianos, la especie alienígena de Star Trek sin un átomo de emociones porque era cien por cien racional.

Pero no se limitó a señalar esta fría obviedad: Ortega vio en esa transformación un fenómeno cultural inevitable, un signo de los tiempos modernos donde la subjetividad y la narrativa cedían paso a la experimentación y la abstracción. El arte, decía, ya no era un espejo del alma humana, como había sido desde Nefertiti hasta las pinturas negras de Goya, sino un juego cerebral, un rompecabezas para iniciados. Y aunque no citó directamente a Duchamp ni su Fuente, ese urinario firmado como "R. Mutt" en 1917 habría sido el ejemplo perfecto de lo que Ortega describía: un arte que se ríe del público, se cisca en los expertos, se deconstruye a sí misma, desafiando las expectativas y que, en última instancia, no necesita ser bello ni conmovedor, ni nada, para ser arte.

Mientras Ortega señalaba a Debussy y Stravinsky como abanderados de un arte musical deshumanizado, flotando en texturas abstractas, Félix de Azúa, décadas después, tomaría partido en una batalla sorda entre la emoción humana y la frialdad vulcaniana. En su defensa de Dmitri Shostakovich frente a Arnold Schoenberg, Azúa veía en el ruso un alma torturada que, aun bajo el yugo estalinista, lograba inyectar humanidad en sus sinfonías, cargadas de ironía y dolor. Schoenberg, con su dodecafonismo cerebral, encarnaba para Azúa la cima de la deshumanización: un sistema matemático que subordinaba el sentimiento a la estructura. Shostakovich, en cambio, usaba la música como resistencia: sin renunciar a la modernidad, recuperaba el latido humano que Ortega temía perdido.

Ortega, con su mirada filosófica, entendió que este nuevo arte no era un capricho pasajero, sino la expresión de una sociedad que se fragmentaba. El cubismo de Picasso, con sus figuras descompuestas en ángulos y planos, no pretendía retratar la realidad, sino destruirla para reconstruirla en un lenguaje propio. Lo mismo ocurría con la poesía pura de Mallarmé, que Ortega menciona como un arte que se basta a sí mismo, donde las palabras no narran ni emocionan, sino que brillan por su forma y sonido. O con la música de Debussy, que abandona el dramatismo wagneriano para flotar en texturas etéreas, como si quisiera desprenderse de cualquier peso humano. Este arte, según Ortega, era "inhumano" no por crueldad, sino por su rechazo a lo sentimental, a lo narrativo, a lo que conecta directamente con las pasiones del corazón. El arte despreciaba lo humano que había estado en él desde el principio y se erigía en su único protagonista: el arte por el arte en su sentido más narcisista y solipsista.

Y aquí radica la gran paradoja que Ortega desentraña: este arte nuevo, tan cerebral y abstracto, tan inhumano, no es para todos. Es un arte elitista, diseñado para una minoría que puede descifrar sus códigos. Los conservadores, aferrados al canon de Leonardo o Rafael, lo ven como una afrenta, una broma pesada. Pero Ortega no toma partido: no defiende ni condena este cambio. Simplemente lo observa como un síntoma de la modernidad, donde las masas y las élites se separan cada vez más, no solo en el arte, sino en la cultura y la política. El váter de Duchamp, la lata de sopa de Warhol o la cáscara de plátano pegada con cinta adhesiva de Maurizio Cattelan en 2019 (Comedian) son herederos de esa ruptura. Son objetos que no buscan emocionar, sino provocar, cuestionar, descolocar. Y, de paso, generar titulares y millones en subastas. El mercado del arte se convirtió en el principal aliado del narcisismo duchampiano: es más fácil producir en serie urinarios que Capillas Sixtinas.

Pensemos en Fuente. Cuando Duchamp presentó ese urinario en 1917, no estaba creando un objeto bello (aunque, obviemos la cuestión por el momento, eligió un urinario con cualidades estéticas), sino lanzando una granada al sistema del arte. ¿Qué es el arte? ¿Quién lo decide? ¿El artista, el público, el mercado? Duchamp trasladó el valor de la obra a la idea, al gesto, y con eso abrió una caja de Pandora. Desde entonces, el arte contemporáneo ha sido un campo de batalla donde todo vale: una habitación vacía, un tiburón en formol, una performance donde alguien se sienta en silencio durante horas. Ortega, seguramente sin conocer Fuente, intuyó esta deriva al hablar de un arte que se despoja de lo humano para convertirse en un ejercicio de pura libertad creativa. Pero también advirtió que esa libertad podía ser un veneno: un arte sin límites corre el riesgo de perder su sustancia, de convertirse en un show vacío. Si Duchamp es la premisa, Warhol es la conclusión de una lógica estética absurda.

Y aquí estamos, un siglo después, nadando en las aguas turbias de esa herencia. El arte contemporáneo, hijo de Duchamp y nieto de Picasso, sigue siendo un terreno de provocación. Pero lo que en 1917 era revolucionario, hoy es rutina. La cáscara de plátano de Cattelan, vendida por 120 mil dólares, escandaliza a los turistas del mercado del arte tanto como aburre a los que todavía sostienen la llama del arte como método para desvelar lo real, el sustrato fundamental de la realidad, ya sea universal como humana. ¿Es esto el fin del arte y la muerte del artista como claman los nostálgicos? Ortega nos diría que no, que el arte siempre ha sido un reflejo de su tiempo. En los años 20, el cubismo y el dadaísmo reflejaban una sociedad rota por la Gran Guerra, fascinada por la máquina y el progreso, pero también desencantada con los viejos valores. Hoy, el arte de las instalaciones efímeras o los NFTs refleja un mundo digital, acelerado, donde la atención es el nuevo oro y la ironía es la moneda de cambio.

Pero volvamos a Ortega. Su ensayo no es solo un diagnóstico del arte, sino una reflexión sobre la cultura moderna. Al hablar de "deshumanización", no se refiere solo a la pérdida de emociones en el arte, sino a una transformación más profunda: la modernidad misma es deshumanizante porque nos aleja de lo inmediato, de lo instintivo, y nos sume en un mundo de abstracciones. El arte de vanguardia, con su frialdad vulcaniana, es solo un síntoma de esa modernidad. Y aunque Ortega no lo dice explícitamente, su análisis resuena con la política de su tiempo: el ascenso de los totalitarismos, la fe ciega en la razón o el progreso, y la fractura entre élites y masas. Lenin, Hitler, Duchamp: todos, a su manera, rompieron con el pasado destruyéndolo para imponer un nuevo orden, una utopía hiperracionalista o ultrarromántica, siempre antihumanista, ya fuera en la política o en el arte.

Entonces, ¿qué nos queda de La deshumanización del arte un siglo después? Primero, la certeza de que Ortega vio algo que sigue vigente: el arte contemporáneo sigue siendo un juego de inanidades para iniciados, un rompecabezas sin cabeza que a menudo deja perplejo al público. Segundo, la advertencia de que la libertad absoluta puede ser un arma de doble filo. Duchamp liberó al arte de sus cadenas, pero también lo condenó a una búsqueda constante de novedad, donde el impacto importa más que el contenido. Y tercero, la invitación a no juzgar este arte desde la nostalgia, sino a entenderlo como un espejo de nuestro tiempo. El váter en la calle, la cáscara de plátano en la pared, el lienzo en blanco sobre fondo negro: todos son síntomas de una sociedad que, como decía Ortega, vive en perpetua reinvención y a la búsqueda constante de un dios que ha asesinado sin tener la fuerza de encontrar una alternativa trascedente.

Sin embargo, no todo es desolación. Si el arte contemporáneo puede ser exasperante, también es un espacio de libertad absoluta. Los herederos de Duchamp, desde Warhol hasta Beuys, han demostrado que el arte puede ser crítico, subversivo, incluso humano, a pesar de su apariencia fría. El arte humano, orgullosamente humanista, de cineastas como Lynch o Coppola mantiene esa narrativa que Ortega echaba en falta, pero lo hace con la ironía y el juego del arte moderno. Quizás la deshumanización no sea el fin del camino, sino una etapa en un ciclo interminable. Después de todo, el arte siempre ha oscilado entre lo emocional y lo racional, entre lo humano y lo inhumano, entre Dionisos y Apolo.

Ortega, con su lucidez, nos dejó una brújula para navegar este caos. Nos pidió que no miráramos el arte nuevo con los ojos del pasado, sino con los de un vulcaniano: curiosos, analíticos, abiertos a lo extraño. Y aunque él no lo diría así, nos invita a preguntarnos: ¿qué significa ser humano en un mundo donde un váter puede ser arte? Finalmente, el váter que me encontré arrojado en la calle fue llevado por los basureros a su lugar natural sin que, por una vez, hubiese protestas de directores de museos, curadores de bienales, comisarios artísticos, dueños de galerías y demás fauna que pueblan el zoo del arte contemporáneo.

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