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Santiago Navajas

La pandemia de COVID-19 y los filósofos

La pandemia de COVID-19 no solo fue una crisis sanitaria, sino un desencadenante explícito de las tensiones entre libertad y control, individuo y masa, Estado y sociedad.

Friedrich Hayek, en 1981. | Alamy

La pandemia de COVID-19, que irrumpió en el mundo a finales de 2019, marcó un punto de inflexión global comparable a eventos apocalípticos como guerras mundiales. Con millones de fallecidos y un impacto devastador en los índices de bienestar —desde la educación hasta la economía—, este fenómeno no solo desafió la salud pública, sino que también puso a prueba los cimientos de las sociedades democráticas. Las medidas de confinamiento, los pasaportes sanitarios y las restricciones de derechos fundamentales, implementadas bajo el pretexto de la seguridad colectiva, desataron un debate filosófico sobre el equilibrio entre libertad y control estatal.

Friedrich Hayek, en su obra Camino de servidumbre, advirtió sobre cómo las crisis —como guerras o pandemias— pueden justificar un incremento del poder estatal que, aunque inicialmente temporal, tiende a perpetuarse. Durante la pandemia, esta idea resonó en las críticas a medidas como los confinamientos masivos y la vigilancia digital. Hayek sostenía que sacrificar parte de la libertad es admisible solo si es estrictamente necesario y temporal, y siempre en aras de preservarla a largo plazo. Sin embargo, la prolongación de restricciones y la normalización de herramientas como los certificados COVID plantearon la pregunta: ¿es más peligrosa la deriva autoritaria que la propia enfermedad?

Giorgio Agamben, por su parte, llevó esta crítica al terreno de la biopolítica. En textos como La invención de una epidemia, denunció el estado de excepción decretado en Italia como un mecanismo que reduce a los individuos a "nuda vida", una existencia despojada de derechos y sometida al control estatal. Para Agamben, medidas como el green pass no solo discriminaron entre ciudadanos de primera y segunda clase, sino que consolidaron un paradigma tecnocrático donde la ciencia, convertida en una religión laica, legitima la suspensión de libertades. La convergencia entre Hayek y Agamben radica en su rechazo al autoritarismo disfrazado de necesidad, ya sea por la planificación centralizada (Hayek) o por la gestión biopolítica de la vida (Agamben).

Mientras Hayek y Agamben analizan el poder desde arriba, Elias Canetti y René Girard exploran cómo la sociedad misma contribuye a su propia servidumbre. En Masa y poder, Canetti describe cómo las crisis, como una pandemia, transforman a los individuos en masas caracterizadas por la coacción al crecimiento, la igualdad aparente y la necesidad de un guía. Durante el COVID-19, las "masas de acoso" emergieron en forma de polarización social: los vacunados contra los no vacunados, los obedientes contra los disidentes. Este fenómeno diluyó la racionalidad individual en una voluntad colectiva alimentada por el miedo y la búsqueda de seguridad.

René Girard complementa esta visión con su teoría del "deseo mimético" y el "chivo expiatorio". Según Girard, las crisis desatan una violencia mimética que solo se resuelve sacrificando a un culpable simbólico. En la pandemia, los no vacunados se convirtieron en las víctimas propiciatorias, acusados de prolongar la crisis, a pesar de evidencias científicas que cuestionaban la eficacia de medidas como el pasaporte sanitario para frenar contagios. Este mecanismo, potenciado por el discurso estatal y mediático, unió a la sociedad en una catarsis colectiva que, sin embargo, dejó heridas de polarización y desconfianza.

La pandemia de COVID-19 actuó como un catalizador que fusionó las dinámicas estatales y sociales descritas por estos pensadores. El Leviatán hobbesiano, encarnado en gobiernos que ampliaron su control bajo el amparo de la emergencia sanitaria, se encontró con el Behemot de una sociedad masificada, dispuesta a sacrificar libertades y señalar culpables para aliviar su angustia. La tecnociencia, desde las farmacéuticas hasta las plataformas digitales, reforzó esta pinza autoritaria, consolidando un "Ciberleviatán" donde la vigilancia y el paternalismo se entrelazan.

Ejemplos concretos, como las declaraciones de Emmanuel Macron en Francia amenazando con "joderles la vida" a los no vacunados, ilustran cómo el Estado de derecho puede mutar en un Estado de Excepción hobbesiano. Asimismo, la aceptación generalizada de medidas desproporcionadas —como el aislamiento de ancianos en residencias, abandonados a una muerte solitaria— refleja la normalización de la "nuda vida" que Agamben denuncia.

Frente a esta amenaza a las sociedades libres, los cuatro pensadores ofrecen herramientas para una resistencia filosófica y política. Hayek aboga por limitar el poder estatal a lo estrictamente necesario, preservando la espontaneidad social y la libertad individual. Agamben exige desmantelar los dispositivos biopolíticos que convierten la excepción en regla. Canetti nos invita a desconfiar de la dinámica de las masas y a recuperar la distancia crítica del individuo. Girard, finalmente, nos advierte contra la tentación de buscar chivos expiatorios, proponiendo una reflexión ética sobre la violencia mimética.

Un marco práctico podría incluir tanto salvaguardar derechos fundamentales incluso en crisis, con límites claros a las medidas excepcionales, como fomentar la transparencia y el debate público frente a la hegemonía tecnocientífica. Por supuesto, promover la diversidad de pensamiento para evitar la uniformidad masificada; así como rechazar la polarización como herramienta de cohesión social. Estas ideas, adaptadas al siglo XXI, podrían contrarrestar el avance de un autoritarismo digital y sanitario.

La pandemia de COVID-19 no solo fue una crisis sanitaria, sino un desencadenante explícito de las tensiones entre libertad y control, individuo y masa, Estado y sociedad. A través de Hayek, Agamben, Canetti y Girard, podemos entender cómo las respuestas a esta emergencia amplificaron tendencias autoritarias preexistentes. Su análisis cruzado nos equipa para enfrentar futuras amenazas —sean pandemias, guerras o catástrofes digitales— con una praxis que defienda la democracia y la dignidad humana frente al Leviatán y al Behemot contemporáneos.

Para el caso español, la tecnociencia, desde las farmacéuticas hasta las plataformas digitales, reforzó esta pinza autoritaria que criticaron los filósofos mencionados. Esta dinámica se vio agravada por la gestión de Pedro Sánchez y Fernando Simón, figuras centrales en la respuesta a la pandemia, cuya actuación ha sido objeto de duras críticas. Sánchez, como presidente del Gobierno, priorizó la narrativa política, como en él es norma, sobre la eficacia sanitaria, especialmente al retrasar el estado de alarma hasta el 14 de marzo de 2020, pese a las advertencias de expertos y la escalada de casos en febrero. Esta demora, combinada con la autorización de eventos masivos como las manifestaciones feministas del 8-M, amplificó la propagación inicial del virus, un punto que nos recuerda la advertencia de Hayek sobre cómo las crisis mal gestionadas abren la puerta al control estatal excesivo.

Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, encarnó otra faceta de esta crítica. Sus declaraciones iniciales, como la del 31 de enero de 2020 —"España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado"—, fueron señaladas como un error de juicio que subestimó la amenaza, contribuyendo a una falsa sensación de seguridad. Además, su rechazo temprano al uso de mascarillas ("no tiene sentido que los ciudadanos sanos las usen") y su posterior rectificación reflejaron una incoherencia que evidenció incompetencia y politización. Estas contradicciones alimentaron la percepción de que la tecnociencia, en manos de Simón, no fue una guía fiable, sino un instrumento al servicio de una estrategia gubernamental que, siguiendo a Agamben, podemos calificar de biopolítica improvisada.

Sus decisiones —o la falta de ellas— exacerbaron la deriva autoritaria y la polarización social que Canetti y Girard describieron. Dicha polarización entre quienes apoyaban a Simón y quienes lo veían como un títere del poder reflejó las masas de acoso de Canetti, mientras que culpar a los disidentes del 8M evocó el chivo expiatorio de Girard. Fue una lucha contra el virus pero también contra los políticos narcisistas e irresponsables, cuando no corruptos, y científicos politizados al servicio no de la verdad, sino en el poder. El optimismo banal de Sánchez y Simón trató de inocular el mantra de que saldríamos más fuertes. La realidad fue que, como hubiese dicho Sánchez Ferlosio, vendrán más años malos y nos harán más ciegos. A menos que la filosofía nos permita abrir los ojos de la lucidez para cerrar las puertas a virus mortales y políticos tóxicos.

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