Menú

Cine y presunción de inocencia

Clásicos como M hasta documentales modernos, demuestran que el cine puede ser un medio gnóstico: da que pensar, educa y entretiene sin adoctrinar.

Clásicos como M hasta documentales modernos, demuestran que el cine puede ser un medio gnóstico: da que pensar, educa y entretiene sin adoctrinar.
Archivo

Vivimos tiempos en los que desde el Ejecutivo se pone en cuestión un fundamento del Estado de derecho como es la presunción de inocencia. En otro artículo, le expliqué conceptualmente a la fascistoide María Jesús Montero qué es eso de la presunción de inocencia que tanto le cuesta comprender, lo esperable en una mente socialista acostumbrada a los tribunales populares y los linchamientos de clase. En esta ocasión, también trato de educarla –como a todos aquellos a la derecha y la izquierda que no se han criado siguiendo una educación liberal, humanista e ilustrada–, echando mano de una de las principales escuelas de ciudadanía para la libertad y la justicia: las películas.

El cine, como medio artístico y cultural, ha sido objeto de múltiples interpretaciones sobre su propósito: desde puro entretenimiento hasta herramienta de activismo, pasando por búsqueda estética o vehículo de conocimiento. Entre estas perspectivas, la vertiente gnóstica —el cine como fuente de reflexión, educación y exploración de ideas— ofrece un terreno fértil para analizar temas fundamentales como la presunción de inocencia, un pilar del Estado de derecho. Este principio, que sostiene que toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario, ha sido abordado en numerosas películas que no solo informan y educan, sino que también destacan por su calidad artística y su capacidad para entretener sin caer en el adoctrinamiento. A continuación, exploraremos cómo esta idea se manifiesta en una selección de obras clásicas y contemporáneas, planteando la pregunta central que nos planteó Cesare Beccaria en De los delitos y las penas: ¿qué es peor, que un culpable quede libre o que un inocente sea condenado?

Películas como M, el vampiro de Düsseldorf (Fritz Lang, 1931) y 12 hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957) establecen un precedente temprano para esta exploración. En M, Lang presenta a un asesino en serie (Peter Lorre) perseguido tanto por la policía como por el bajo mundo, forzando al espectador a cuestionar si la justicia formal o la venganza popular respetan mejor la presunción de inocencia. La forma —con su uso magistral de sombras y sonido— amplifica el dilema moral sin imponer una respuesta.

Por su parte, 12 hombres sin piedad convierte un jurado en un microcosmos de la sociedad, donde prejuicios y dudas chocan mientras se decide la suerte de un joven acusado. Lumet no adoctrina, sino que deja que el debate entre los jurados revele la fragilidad de las certezas y la importancia de la duda razonable.

Alfred Hitchcock no solo era el maestro del suspense, sino un maestro de ética. Aporta en Falso culpable (1956), basada en un caso real de un hombre (Henry Fonda) acusado erróneamente de robo, el dilema epistemológico sobre el que se basa cualquier decisión de justicia: creer o no creer, he ahí la cuestión. La película combina tensión narrativa con una crítica implícita a un sistema judicial excesivamente lastrado por la burocracia y los errores humanos que pueden llegar a aplastar la presunción de inocencia. Similarmente, Testigo de cargo (Billy Wilder, 1957) juega con las expectativas del espectador en un juicio por asesinato, usando giros ingeniosos para subrayar que la verdad es esquiva y que las apariencias engañan.

El cine también ha usado casos reales o inspirados en la realidad para educar sobre las fallas sistémicas. Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962), basada en la novela de Harper Lee, muestra a Atticus Finch (Gregory Peck) defendiendo a un hombre negro acusado injustamente en el sur racista de EE.UU. La película no solo entretiene con su narrativa emotiva, sino que educa sobre cómo prejuicios (raciales) pueden anular la presunción de inocencia, dejando al espectador libre para ponderar las consecuencias de la injusticia, pero también desafiado ya que el silencio de los buenos resulta cómplice del estruendo de los malvados.

En el nombre del padre (Jim Sheridan, 1993) narra la historia de los "Cuatro de Guildford", condenados erróneamente por un atentado del IRA en los años 70. Con actuaciones cumbre de Daniel Day-Lewis y Pete Postlethwaite, Sheridan expone la brutalidad de un sistema que prioriza la condena sobre la verdad, mientras la forma —su montaje dinámico y su tono crudo— refuerza el impacto sin forzar conclusiones. De manera similar, Cadena perpetua (Frank Darabont, 1994) transforma la lucha de Andy Dufresne (Tim Robbins), un banquero injustamente encarcelado aunque con todas las pruebas en su contra, en una fábula de esperanza que invita a reflexionar sobre un sistema fallido construido más bien en torno al castigo caiga quien caiga, pero sobre todo acerca del abismo existente entre la verdad judicial, aquella que emerge de reducido y claustrofóbico espacio de una sala jurídica, de la verdad científica, mucho más amplia tanto en el tiempo como en el espacio, por no hablar de la verdad con mayúscula, una asíntota a la que nos invita a llegar la realidad, pero a la que estamos condenados a no llegar por nuestros límites cognoscitivos.

El cine moderno y las series han ampliado esta tradición. La caza (Thomas Vinterberg, 2012) presenta a un maestro (Mads Mikkelsen) acusado falsamente de abuso por una niña, explorando cómo rumores e histeria colectiva destruyen la presunción de inocencia. Su estilo minimalista y su final ambiguo evitan el sermón, dejando al público con preguntas abiertas. En el ámbito documental, The Innocence Files (Netflix, 2020) y Capturing the Friedmans (Andrew Jarecki, 2003) analizan casos reales de condenas injustas. El primero sigue al programa Innocence Project en su lucha por exonerar inocentes, mientras el segundo desentraña el caso Friedman, un escándalo de los 80 en EE.UU. que comparte resonancias con el caso Outreau en Francia: ambos muestran cómo acusaciones de abuso infantil, amplificadas por presión social y errores judiciales, pueden arrasar con vidas inocentes.

Así nos ven (Ava DuVernay, 2019) recrea el caso de los "Cinco de Central Park", donde cinco adolescentes negros fueron condenados sin pruebas sólidas por una violación en 1989. La serie educa sobre el racismo sistémico y entretiene con su narrativa poderosa, pero no impone una postura; deja que los hechos hablen. Series como The Night Of (HBO, 2016) y The Undoing (HBO, 2020) añaden capas psicológicas, mostrando cómo la duda y la percepción pública erosionan la presunción de inocencia, mientras su calidad formal —actuaciones, guion, dirección— las eleva como arte.

Pero sobre todo ha sido Clint Eastwood quien mejor ha abordado este tema, con maestría en Richard Jewell (2019) y Jurado nº 2 (2024). En la primera, retrata a un guardia de seguridad acusado injustamente tras un acto heroico, criticando la presunción de culpabilidad impuesta por el FBI y los medios. En la segunda, un jurado enfrenta su propia culpa potencial en un juicio, desafiando al espectador a reconsiderar la justicia desde dentro. Eastwood combina entretenimiento con reflexión, usando su estilo sobrio para destacar la fragilidad de este principio.

Todas estas películas y temáticas se resumen en una, la magistral El sargento negro (1960) de John Ford, donde se investiga, en un juicio militar y a través de flashbacks, quién violó y mató a una joven blanca. El candidato más obvio es el sargento Routledge, el soldado más afamado de un pelotón compuesto por hombres negros. Los Estados Unidos hervían por la confrontación acerca de los derechos de los negros y Ford se ponía indiscutiblemente de parte de la sociedad tolerante y abierta. Todas las pruebas apuntaban a Routledge pero Ford también nos da una lección, entre los habituales paisajes marcianos de su westerns y sus no menos míticos interludios de humor irlandés, de cómo tener sujetos nuestros prejuicios, desconfiar de los testimonios y los indicios, amén de tener fe en un sistema que considera más justo dejar a diez culpables en la calle que a un inocente entre rejas. De Cesare Beccaria a John Ford, el círculo de la justicia epistemológica se cierra.

Estas obras, desde clásicos como M hasta documentales modernos, demuestran que el cine puede ser un medio gnóstico: da que pensar, educa y entretiene sin adoctrinar. Plantean el problema de la presunción de inocencia desde múltiples ángulos —prejuicios, errores sistémicos, presión social— y ofrecen soluciones diversas, pero siempre dejan espacio para que el espectador responda a la pregunta clave: ¿qué es peor, liberar a un culpable o condenar a un inocente? Su calidad artística las consagra en la historia del cine, mientras su profundidad las hace herramientas de conocimiento, invitándonos a reflexionar sobre la búsqueda de la justicia en un mundo imperfecto donde la verdad siempre está sobre un horizonte inalcanzable.

Temas

0
comentarios