
Dudo sobre qué escribir. Me encantaría relatar la magistral faena de Morante en Las Ventas, pero me conformo con recordar lo esencial. El torero de La Puebla nos emocionó. Las verónicas de recibo fueron impecables. Hizo un recorte a cuerpo limpio quitando al toro de su banderillero. Con la pañosa estuvo magistral, se acopló con Seminarista (1º1/20), lo llevó por doblones, remató con una trinchera y dibujó unas tandas henchidas de estilo. ¡Estilo! Todo es estilo en su tauromaquia. No se puede torear mejor. Mató de una estocada entera, tres descabellos, y el presidente, un don nadie, le negó lo que había ganado a ley y el público pedía con clamor. Morante respondió a la fechoría como un grandioso estoico: guardó silencio y hablo consigo mismo. Sabía que había hecho una de las grandes faenas de su vida. Ni siquiera dio la vuelta al ruedo. Se comportó, sí, como un neoestoico. Sospecho que, como un Quevedo de nuestro tiempo, tomaría a broma hasta lo más sacro que hizo con el toro de Garcigrande.
¿Quevedo? Sí, sí, me refiero a nuestro genial Quevedo; si dejamos aparte a Séneca, sigue siendo la principal vara de medir el estoicismo español de todas las épocas. Quevedo se desparramó en los géneros más diversos y siempre está en la cima que habitan Cervantes, Lope y Calderón. Está con ellos, sin duda alguna, y no en sus cercanías. ¡Ay, amigos, Quevedo y su sueño del infierno es aún actual para entender esto del sanchismo que nos infecta y persigue! Me percaté hace mucho tiempo de su actualidad, pero, poco antes de asistir a la corrida de Morante, me lo confirmaron un par de amigos. Son dos geniales estoicos, cada uno a su manera, pero con un común estilo: no tienen miedo y sus esperanzas son escasas. Almorzábamos en una casa de comidas del centro de Madrid. Nos reíamos hasta de nuestra sombra. En tono de chanza uno de ellos contó una anécdota en la visita que hizo en cierta ocasión a la casa-museo de Quevedo en la Torre de Juan Abad: después de recorrer la magnífica exposición permanente dedicada a Quevedo, ponderó con nota muy alta lo visto en el libro de visitas, pero firmó el comentario con el nombre de un periodista muy famoso, salió de prisa y corriendo del lugar, porque temía que alguien descubriera la suplantación de identidad… el guardián de la casa leyó lo escrito y salió a plena a calle detrás del rufián para afearle la conducta: "usted no es FJL, falso, sino AM".
La charla se fue animando. Llena de risas y chascarrillos. Hablábamos con las libertades que concede este tipo de conversación, o sea, platicar sin espíritu tecnocrático, hablábamos de lo que no ejercemos. No departíamos como especialistas sino con desparpajo conversacional. Libre. Entre burlas y veras, Gabriel fue preciso: "Nadie ha escrito mejores endecasílabos que Quevedo". Ignacio repitió estar impresionado por los Sueños y releía con especial cuidado el Sueño del infierno. ¿Cómo no volver a Quevedo con lo que nos está cayendo? ¿cómo no alzar la voz para levantar acta de lo que somos y padecemos? ¿cómo no volver a nuestros "clásicos" para soportar tanta miseria política? Tengo que repetir, sí, la advertencia de Quevedo: "La vida del hombre es guerra consigo mismo, y que toda la vida nos tienen en arma los enemigos del alma, que nos amenazan más dañoso vencimiento; y advertid que ya los príncipes tienen por deuda nuestra sangre y vida, pues perdiéndolas por ellos, los más dicen que los pagamos, y no que los servimos: volved, volved".
Quevedo sintetiza las contradicciones de una época que tiene parecidos importantes con la nuestra. Es un símbolo de paradojas. Coexisten en su vida y, sobre todo, en su obra, dos actitudes en lucha. Conllevamos, y no siempre con dignidad, la coexistencia de lo bueno y lo perverso. Sí, son muy españolas todas las formas y maneras de vivir donde aparecen cogidos de la mano el desanimo y la ilusión, el asco y el entusiasmo. La decepción en Quevedo predomina sobre cualquier otro sentimiento. Esa fue, al final, una de las frases que sacamos en claro de nuestra improvisada charla durante el almuerzo. Decepción, sí, pero siempre con el ánimo alto, epicúreo y estoico, para vencerla.
El horror del hombre, una muestra o ejemplo literario grandioso de esa alternancia del asco al entusiasmo y viceversa son algunos pasajes de la Providencia de Dios: "Fuiste engendrado del deleite del sueño y del sudor espumoso de la substancia humana en el vientre de tu madre, y amasado con el humor superfluo, veneno vestido de sangre, que médicos y auxiliares derraman los meses por la conservación de la salud del cuerpo de la mujer. Fuiste masa de horror y asco y ponzoña (…). Hasta ahora ni en el parto, no está diferente de los otros animales vegetativos y sensitivos en las operaciones. No usa de la razón, no porque no tiene alma racional, sino porque aún no tiene órganos capaces de su uso (…). En esta tardanza se reconoce la dignidad, pues requiere su ejercicio más estudiosa disposición de la naturaleza". Pero, al fin, este texto famoso que comienza mostrando el asco por el hombre, asciende al entusiamo, termina en tono jeremíaco escribiendo sobre el horror que es el hombre: "Y siendo el valentón del mundo el entendimiento humano, y a quien sólo debes la victoria universal de todo, te ocupas en difamarle. No puedes negarme que tu alma y entendimiento no son diferentes de las de los animales, pues te lo he probado con ellos mismos, viendo que solos los brutos tienen autoridad contigo".
Por el contrario, se enfrenta a ese pesimismo sus opúsculos sobre la Doctrina estoica y su Defensa de Epicuro. Esos textos constituyen un ensayo vital para salir de la decepción. Al final, Quevedo es un héroe español para salir de la melancolía que provocan los males de la vida colectiva. De la política. Y, sin embargo, tengo la sensación de que Quevedo, aunque fuera a veces, o sea a ratos, estoico, creo que su interpretación satírica y burlesca de la existencia no le permitía creérsela al pie de la letra. El retorcido Quevedo tuvo una vida demasiado agitada en la política para dibujarlo como un personaje solitario. Su vida es de cine. ¿Quién se atrevería a llevarla a la gran pantalla? Baste recordar su nombramiento como ministro de Hacienda, cuando el duque de Osuna fue promovido al virreinato de Nápoles (1616), su participación en la conspiración española contra Venecia, "se asegura que escapó disfrazado de pordiosero a los matones pagados para asesinarlo, entre quienes estuvo charlando, sin ser reconocido" (1618).
Y, en fin, de película es su oposición a que Santa Teresa fuera declarada patrona de España. Después de que Teresa fuera canonizada en 1622, las Cortes en 1626 así lo exigieron. Lo habían demandado los carmelitas, el Papa reconoció por breve de 31 de julio el patronato de Santa Teresa, pero los partidarios del patronato exclusivo de Santiago se opusieron, y Quevedo terció poniéndose del lado de los partidarios de Santiago. Escribió "mil" escritos defendiendo su posición (Memorial por el patronato de Santiago, 1628). ¿Ganó Quevedo esta batalla? No del todo… Al final, los carmelitas, como suele decirse con dejadez histórica, movieron sus armas contra él, y lograron desterrarlo de la corte. Fue entonces cuando escribió Su espada por Santiago, único patrón de España. ¡Grande Quevedo!
Creo que una de las mejores semblanzas que se han hecho de este filósofo se la debemos a Alfonso Reyes: la experiencia del trato humano parece en él cosa innata: "es político desde que nace. Hombre docto en cosas antiguas, ve en la política, como un clásico, la hermana mayor de todas las artes.
Y en verdad que no podía ser otra cosa. Natural, estudios, cargos y destinos, vínculos sociales , aficiones privadas, todo se combinó para formar un repúblico, un hombre de Estado. Bajo este aspecto ha de apreciarse con preferencia a Quevedo. Colocadas sus obras cronológicamente, forman un periódico de oposición contra las costumbres y privadas de la primera mitad del siglo XVII (Obras de Quevedo publicadas por la Sociedad de Bibliófilos Andaluces, 1, págs. 9-10).
Quevedo pudo —concluye Reyes— dejarse vivir entre comodidades y holguras, celebrado por su ingenio y sus partes, pero prefirió protestar y vivir siempre —mal o bien— como un centinela de la república". Grandioso es, sí, el legado de Quevedo: no queda otra que la crítica para que España sobreviva con dignidad. Leamos, en fin, a Quevedo, porque, como Morante en las Ventas, emociona. El pensamiento de Quevedo es siempre acción.
