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Amando de Miguel

En defensa de la opinión como menester

Las informaciones de los medios se reducen, cada vez más, a titulares.

Los comentarios políticos, tan apasionantes, tienden a pegarse demasiado a las noticias cotidianas. En ambos casos la tendencia es a adscribirlos a una personalidad, con nombre y apellidos, que hace declaraciones. Si bien se mira, tal personalización se torna, más bien, un acto de propaganda. El tono de las opiniones de los medios (singularmente, las tertulias) se parece a esfuerzos informativos para adelantar scoops (primicias o noticias de alcance). Puede ser porque tales opinadores suelen haber estudiado periodismo.

La aparente ventaja del nuevo estilo de las secciones de opinión de los medios es que se remiten a los hechos. Tal aproximación fáctica supone una gran ventaja periodística, la de cultivar a la audiencia, pero es un retroceso, el del género de la opinión como tal. La cual debe permitir elevar la curiosidad de los lectores, oyentes o espectadores con el fin de facilitar la comprensión de los hechos expuestos. No digo que haya que volver a la filosofía en las páginas de los medios, pero sí que es cada vez más necesaria una continua interpretación de la realidad. Precisamente porque es tan lábil y confusa.

No se precisa tratar los hechos como lo hacen los jueces, y no digamos los científicos. Eso haría muy aburridos los medios de comunicación. Su tarea primordial es la de comunicar. Se trata de un proceso osmótico, de ida y vuelta, entre los nudos hechos y su percepción. No se olvide lo fundamental: la mera opinión es, también, un hecho, por muy personal, y hasta arbitraria, que pueda parecer. Basta con que sea solvente. Se supone que hay que conceder un plus de profesionalidad a los opinadores en los medios, a fin de que sus elucubraciones resulten valiosas. Basta con que sirvan a la audiencia para entender lo que está pasando. (Es curioso que, en castellano, lo que pasa es lo que ya ha sucedido).

Recuerdo mis primeros artículos de opinión en el mítico diario Madrid de finales de los años 60. Se trataba de traducir a los lectores los datos estadísticos y de encuesta, toda una novedad. Me sirvió mucho la experticia periodística del subdirector, Miguel Angel Gozalo, para evitar sociologismos y ayudar a interpretar la realidad. Me enseñó, sobre todo, a titular los artículos, tarea bien difícil. Todo ello en medio de una situación de una sólida censura por parte del Gobierno, lo que obligaba a desarrollar la imaginación y cultivar los recursos del idioma. Desde esos primeros vagidos, durante más de medio siglo, he continuado mi menester de doxólogo, dicho con pedantería. Sigo aprendiendo. Me alejo un poco de los datos numéricos, aparentemente precisos, confiando, cada vez más, en la intuición, tan caprichosa. Me satisface leer u oír las piezas de los doxólogos en las que se trasluce la personalidad de los autores. No me importa el posible sesgo subjetivo, pues sujetos son, no objetos. No me agradan mucho los opinadores, aunque pasen por eminencias del periodismo o de la literatura, si solo encadenan noticias o declaraciones. Lo malo es que, a su vez, las informaciones de los medios se reducen, cada vez más, a titulares. Es como comer el rábano por las hojas. Acaban siendo nuestro manjar periodístico cotidiano.

Una buena pieza interpretativa debe conducir a esta reacción por parte de muchos lectores o equivalentes: “No estoy muy de acuerdo”. Debe, incluso, irritar un poco y provocar, mentalmente, la réplica. Reconozco que es una situación un tanto extravagante. Y es que lo bueno escasea; en esto como en todo.

Me atrevo a dar algunos consejos prácticos, experimentados, a un principiante en este oficio de doxólogo. Señora, no pare de leer; da igual el género literario. No construya frases, entre punto y punto, de más de 30 palabras. Considere que la mayor parte de los lectores no resistirán el artículo hasta el final. Párese a pensar en los adjetivos. De vez en cuando, un sustantivo puede merecer tres adjetivos, pero tampoco más. No constriña el vuelo de la imaginación y el arte de la conjetura en aras de la exactitud, ya que esto de opinar no es la ciencia. Atrévase a discrepar, con razones, de lo que se dice o se sabe. Indague el territorio de lo posible, no solo de lo probable.

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