Llanto feliz de un españolito veinteañero con 600 dólares en Nueva York
¿A qué viene ahora, en pleno estío sabiniano, un artículo sobre una leyenda patria del gremio que aún no cría malvas?
Vuelvo de Tokio, Babilonia con epicanto, Edén de otakus, zoco turbio de colegialas, con unas ganas salvajes de reencontrarme con mi querido Raúl Cancio y compartir con él, donde guste y mande, unos españolazos huevos fritos con jamón y patatas. Echo de menos, joder –el taco pretende reducir la carga sensiblera–, a este maestro del fotoperiodismo, a este Lanzarote castizo y merengue con visor, lentes y disparador en Pueblo, El País y As, a este coleccionista furtivo de estampas irrepetibles, galardonado con, entre otros, el Premio Nacional de Periodismo, el Premio Nacional de Fotografía Deportiva o el Premio Nacional de las Artes y las Ciencias.
La primera vez que Arturo Pérez-Reverte vio a Raúl Cancio fue en la redacción del diario Pueblo, el mismo día que le fichó el periódico que entonces dirigía Emilio Romero. El fotógrafo conversaba con un morlaco del mundo nuestro, el difunto Manolo Marlasca, padre de otro grande, Manu Marlasca. "Manolo", le preguntaba Cancio, "¿ya has conocido a tu padre?". Respuesta del reportero: "Sí, estaba en la cama con tu madre".
La primera vez que quedé con Cancio fue, supongo, en el último trimestre de 2021, mientras preparaba Nido de piratas (Debate, 2023). Fue el primer profesional de Pueblo que me atendió larga y generosamente, congeniamos de fábula y, con el paso del tiempo, nos hicimos muy amigos. Le admiro tanto como le amo. Durante estos días, he ojeado en mi móvil tuberculoso algunos de sus retratos más impresionantes, y he recordado felizmente las historias que me contó sobre aquellas fotos, como la de Luis Aragonés celebrando un gol al Barcelona con el puño en alto, al que un editor de Pueblo, con analógico Photoshop, añadió con la precisión de un cirujano de ricos un pulgar para evitar incómodas confusiones ideológicas.
Ochenta y un tacos de calendario gasta el tío. "Pocos", dice, "sobre todo, para jugar al fútbol". Le he tenido durante estos días más presente de lo habitual porque, caminando por Shinjuku o Shibuya, no se me iba de la cabeza la imagen del Cancio, macerado en Lope de Rueda y en Cuatro Caminos, entonces veinteañero incipiente, trabajando en la Feria Mundial de Nueva York de 1964-1965. En España, ganaba 1.800 pesetas; por aquel curro, con su primer sueldo, le soplaron 600 dólares, cuando un dólar equivalía a 64 pesetas. Cobró el cheque en un Citibank, se plantó en su apartamento, desparramó los billetes por el suelo y, de la impresión, rompió a llorar. Un subdirector, como Jesús de la Serna, ingresaba menos.
La escena me conmueve y, como dicen los modernos, me despierta la empatía porque creo que, en esta situación, hubiera reaccionado de igual manera –aunque Cancio lo ponga en duda, los de Ciudad Real también lloramos–. Es el prólogo de una carrera vasta y brillante, labrada con duende, trabajo, mucho, mucho trabajo, y honestidad. ¿A qué viene ahora, en pleno estío sabiniano, un artículo sobre una leyenda patria del gremio que aún no cría malvas? Soy partidario de que a los grandes –más aún: a los grandes de verdad– se les homenajea mejor en vida. "Y porque te sale del ciruelo", me dirían en Pueblo. Perdón por la obscenidad. Cómo se hablaba en aquel periódico…
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