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Póster Criadas y señoras

Criadas y señoras se estrenó a finales del pasado verano en EEUU. La adaptación de la novela de Kathryn Stockett dirigida por Tate Taylor, con un presupuesto de poco más de veinte millones de dólares, un buen reparto enteramente femenino y un puñado de críticas positivas, entró en el segundo puesto de la taquilla y ascendió al primero en su segunda semana, donde se apalancó con fuerza durante una larga quincena. Un fenómeno de esos que ocurren cada vez menos en la distribución y exhibición cinematográfica...

En Criadas y Señoras, la joven Skeeter (Emma Stone, vista en Crazy, Stupid Love) regresa a Jackson, su pueblo natal en el sur de EEUU, en plenos años sesenta y con el racismo todavía perviviendo entre su adinerada población. Decidida a convertirse en periodista, y escandalizada por el maltrato a la población de color en Jackson, la joven decide escribir las vivencias de Aibeleen y Minny (Viola Davis y Octavia Spencer, ambas excelentes), dos criadas negras a cargo de sendas amigas suyas. Cuando todo se desvele, y no duden que lo hará, llegará el escándalo a la pequeña localidad.

El monumental éxito en EEUU de Criadas y Señoras no es sólo atribuible a una campaña comercial con toda seguridad espléndida. El de Tate Taylor es un aceptable melodrama poblado por un reparto femenino que parece tocado por un ángel. No obstante, la cinta producida por Chris Columbus (director de las dos primeras entregas de Solo en casa y la saga Harry Potter) también forma parte de esa serie de títulos tan bienintencionados como manipuladores. En Criadas y señoras el sentimentalismo se confunde con la sensibilidad, la denuncia con cierto sentimiento de nostalgia. Uno no sabe si divertirse con la caricaturesca villana encarnada con maestría por Bryce Dallas Howard (hija del realizador Ron Howard, responsable de El código Da Vinci), o sufrir con las sacrificadas criadas de color que interpretan Viola Davis y Octavia Spencer.

No se confundan: no tengo nada en contra del tono conciliador de Criadas y señoras, un filme entretenido, sin segundas intenciones e indiscutiblemente bienintencionado. A lo largo de su dilatado metraje el público encontrará ocasiones para reír, sonreír y llorar. Pero tanto Tate Taylor como el guión de la cinta, quizá un tanto superpoblado de personajes, derivan en un tercer acto en el que el asunto acusa ciertas maneras de melodrama de sobremesa, y en el que se pierde ese interesante aroma de relato de madurez de Skeeter, personaje que empieza aglutinándolo todo y que acaba perdido en el maremágnum de sucesos. Taylor evita la cursilería con oficio, pero tampoco tiene la enjundia suficiente para afrontar algunas de las asperezas de la historia, dulcificada con la previsible estética veraniega y sureña.

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