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Juan Manuel González

Crítica: 'Resident Evil. Capítulo Final', con Milla Jovovich

Ni mejor ni peor que las anteriores, en la última de 'Resident Evil' habita, sin embargo, un gran fracaso.

Si me perdonan la falta de originalidad, comenzaré el comentario de esta Resident Evil. Capítulo Final de la misma manera que la última de Underworld, estrenada hace pocas semanas. Ambas sagas se han fundido en mi mente como una sola película en la que me resulta imposible distinguir una entrega de otra; y las dos son, también, una imposible mezcla de referencias a videojuegos, filmes de serie B y géneros (protagonizadas por una atractiva heroína femenina, aquí la ucraniana Milla Jovovich) que me permite ahorrarme matices y explicaciones.

Podríamos entender esto como un descrédito hacia ambas series, y puede que sí, aunque lo cierto es que no del todo. Al fin al cabo, este Capítulo Final (¿nos apostamos algo a que no es el último?) asume alegremente su naturaleza de facsímil en sus compases finales, trazando un simpático paralelismo entre su naturaleza clónica y las revelaciones de su clímax, y sirviendo de aparente culminación a una saga que ha fusionado con pulcra anarquía ciertos rasgos del folletín por entregas con la anárquica concepción del cine como cajón desastre de momentos y escenas que es la marca de fábrica de su director, el británico Paul W. S. Anderson.

Es precisamente esa modestia de la era digital la que desengrasa un poco, la que permite que esta última Resident Evil, sin ser la mejor ni la peor de la saga, caiga moderadamente bien. Con una puesta en escena mucho menos ordenada que en otras ocasiones (lo peor del invento, apenas se distingue nada) Anderson filma hora y media de persecuciones constantes como si hubiera engullido una ración de éxtasis y setas alucinógenas. Un estilo heredado de directores mejores pero que a él, sin embargo, tampoco le perjudica demasiado. Su coctelito, además, mejora en la segunda mitad, una vez la acción se traslada a La Colmena que conocimos en el primer filme de la saga y Anderson nos tira a la cabeza alguna alegoría social de trazo grueso (y ya francamente cansina) junto a un par de giros, alianzas y traiciones simpáticas.

De modo que más cerca de Albert Pyun que de James Cameron, Anderson resuelve tan contento su papeleta, repartiendo aquí y allá guiños no demasiado camuflados (una pista: a Anderson le ha debido gustar mucho Mad Max: Furia en la Carretera) y diseminando algunas ideas visuales no especialmente originales pero sin duda atractivas que delatan a un cineasta con algunas competencias al respecto (como la del ejército de muertos siguiendo la tanqueta del Dr. Isaacs, o ese edificio prendido fuego de arriba abajo). El británico jamás, jamás, permite que su fiesta decaiga, por mucho que ello suponga eliminar cualquier tipo de caracterización en los personajes y tratar de fingir que, de alguna manera, Resident Evil es también un filme de terror subiendo el volumen de los sustos. La sutileza, al fin y al cabo, jamás ha sido material de trabajo para Anderson.

El gran fracaso de la saga Resident Evil es, sin embargo, otro muy distinto. Porque adaptar un videojuego al cine como si éstos no fueran otra cosa que una jam session de ruido y petardeo, vacías de significado y destinadas para un público con déficit de atención, no debería ser la norma escrita. Una indiferencia hacia el material de trabajo en el que habita, en realidad, cierto menosprecio, uno que la saga cinematográfica Resident Evil no ha podido (ni querido) remendar.

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