
Beekeeper, enésima fantasía del vigilante Jason Statham, deja al actor británico (productor también del evento) a un paso de arremeter, en su siguiente película -por qué no, ojalá- contra influencers y otros mentirosos de TikTok o Instagram. Y eso es algo que saludamos. La película supone la extraña y alucinada, aunque no del todo sabiamente explotada, unión de las inquietudes y habilidades de dos personalidades, la más sinvergüenza de su guionista Kurt Wimmer (Un ciudadano ejemplar) y la más moral del también escritor pero aquí solo director David Ayer (Training Day, Corazones de Acero). Lo que supone al menos un par de elementos distintivos.
Statham, como el agente Clay, actúa como una suerte de virus diseñado por el propio sistema para vigilar sus excesos, un elemento que Beekeeper se lleva al terreno de John Wick añadiendo el humor socarrón de su protagonista y la invención totalmente aleatoria e hilarante de "apicultor". En esta fase, la película se muestra más insegura y desmañada, pues ni Wimmer ni, sobre todo Ayer, se muestran cómodos en ese registro, con escenas de acción finalmente funcionales pero a menudo desaprovechadas (ese ataque en la gasolinera…) Pero una vez Clay se decide a "corregir" excesos corporativistas fruto de memos de la generación Z, y Ayer añade uno de sus pequeños baños morales al guion, la película resulta un placer poco edificante y ejemplar, pero placer al fin y al cabo.
Comedia negra y febril actioner se dan la mano en un filme nihilista frente a la ética de los nuevos pijos de la generación Z, que sitúa como mayor daño al sistema el chauvinismo de esos multimillonarios ecologistas, activistas y tolerantes que pueblan la fauna de las redes sociales y las nuevas empresas pantalla. Justicia de la vieja escuela, la película ofrece a Statham una nueva oportunidad para cultivar la frase chistosa y ensayar su inmensa capacidad homicida contra nuevos hippies y macarras de universidad cara, por mucho que la película amenace demasiado a menudo con convertirse en un despropósito sin más.
Por suerte, eso no ocurre gracias al aire pesadillesco del relato, sobre todo una vez Clay va escalando en su lista de objetivos, en virtud de un giro final en el que Wimmer y Ayer parecen darse la mano de manera jocosa. Es una pena que los personajes secundarios sean, en ocasiones, tan sumamente inoperantes, que la película estafe a la hora de relacionar los destinos de sus personajes, que incluso la puesta en escena de Ayer se adapte tan mal al componente satírico del invento (sobre todo teniendo en cuenta el nivel artístico del que aquí es su principal referencia, la saga John Wick). El resultado, no obstante, es un divertido filme de serie B que hay que saber entender y que se disfruta sin problemas.

