
El argentino Damián Szifron, nominado al Oscar por la muy alabada Relatos Salvajes, demuestra saber insertarse en la cinematografía americana con una película que parece extraída directamente de ese cine comercial de los grandes estudios que, todavía en los años 90 y a raíz del éxito de El Silencio de los Corderos, llenó las carteleras con multitud de thrillers de diverso pero entretenido resultado. Lo hace en lo bueno y en lo malo, en tanto Misántropo -ojo al título español, que aparte de echar a perder cierta revelación, se aleja del más hitchcockiano original, To catch a killer- pese a la solidez de casi todos sus apartados, parece disolverse un poco como aquellas: es un azucarillo que desaprovecha muchos de sus propios argumentos, tan cuidadosamente plantados, en sus veinte minutos finales.
Misántropo es sobre todo un vehículo para Shailene Woodley, también productora, cuyo estrellato parece algo alicaído después de unos fuertes primeros años. Pero pese al muy buen hacer de la americana es el australiano Ben Mendelsohn el que le roba la película con toda la naturalidad del mundo. Ella es una novata y joven policía de calle con un innegable talento para ahondar en las motivaciones de un francotirador sin compasión que, durante la noche de Año Nuevo, deja un sangriento saldo de 29 víctimas totalmente aleatorias. Cuando Mendelsohn entra en escena, Woodley y Szifron, cada uno en su área, encuentran la manera de que la acción se acelere y el procedimental policial puro que mueve el relato policial alcance el punto de profundidad y credibilidad exacto.
Pero donde la película destaca realmente es por la extraordinaria puesta en escena del argentino, que valiéndose de la fotografía de Javier Juliá recrea las nevadas calles de Baltimore como un laberinto degradado e impersonal fascinante, sin recurrir al convencional y gris estilo actual que puebla la mayoría de producciones televisivas del género. La película es un absoluto 10 en este aspecto, un espectáculo de color incluso en su triste atmósfera nocturna, y durante al menos tres cuartos de su metraje (hasta que desaparece de escena cierto personaje y las ideas parecen acabarse) Szifron consigue también un guion ajustado, repleto de apuntes desencantados sobre el capitalismo americano y la complicada burocracia de una investigación de alto nivel, todo con total ilusión de verosimilitud.
Si bien Szifron parece diluirse un poco en las coordenadas de un género cinematográfico (y literario, y televisivo…) perfectamente establecido, Misántropo parece tener vida propia salvo cuando no le queda más remedio que referenciar a su principal modelo, cuyo título nos ahorraremos aquí para mejorar la experiencia. Habrá quien la desdeñe por ello y -si en su momento disfrutaron de títulos como El coleccionista de amantes o En la línea de fuego- habrá quien la aprecie, al menos moderadamente, en un panorama cinematográfico que es exactamente como el mundo en el que viven los protagonistas de la película: discreta pero totalmente deshumanizado. Es un poco la misma tesitura, la del espectador con cierto recorrido pero interés por el género, que el veterano agente Lammark trata de comunicar a la joven Falco: cuando todo empieza ya a carecer de sentido hay cosas a la que podemos aferrarnos.
Quizá la clave para apreciar este ejercicio modesto pero brillante de género, su gran paradoja, esté, sin más, en esa preciosa puesta en escena de Szifron, que brilla en todo momento y se aprecia en planos como esa búsqueda desesperada por un vertedero, donde el argentino no puede evitar fabricar todo un cuadro de Brueghel entre la mierda de los habitantes de Cleveland. Misántropo es, por eso mismo, una típica película de asesino en serie tan profesionalmente realizada que nos hubiera gustado verla competir en igualdad de condiciones con sus referentes comerciales, ahora canibalizados por mil series de televisión de variada estirpe.

