La última vez que pensé en Jaime de Armiñán fue mientras veía una película española de este año sobre un maestro de escuela, un cliché envuelto en un sonajero convertido en un panfleto. Es decir, todo lo contrario de lo que era el cine de Armiñán, un cartucho de dinamita envuelto en papel de seda dentro de una matrioska. A Buñuel se le adivinaba que era corrosivo desde el primer plano porque disfrutaba epatando al burgués y que se le notase. Armiñán era tan intempestivo como el aragonés, pero mucho más discreto y elegante. Buñuel era como Boris Karloff mientras que Armiñán podría ser del estilo de Bela Lugosi.
Jaime de Armiñán era de la gran generación del cine español que comenzó en los 60 con José Luis Borau, Paco Regueiro, Fernando Fernán Gómez, José María Forqué, Adolfo Marsillach… y eclosionó en el tardofranquismo, con una censura más relajada pero que seguía espoleando con la amenaza de los recortes la imaginación y el doble sentido de los cineastas. Armiñán realiza así algunas de las flores raras más tenebrosas y lúcidas del cine europeo, como Mi querida señorita (1972), seguramente hoy cancelada por la inqueersición si los seguidores no estuviesen ocupados leyendo a Judith Butler (aunque George Cukor se quedó fascinado tanto por la dirección de Armiñán como de la interpretación de José Luis López Vázquez haciendo de una mujer que era un hombre que se creía mujer).
Como si el serio Jacinto Benavente adaptase al cómico Miguel Mihura, El amor del capitán Brando (1974), también hoy sería propuesta para su cancelación por la tropa feminista terf por un insólito trío amoroso entre un joven maestro, un alumno menor de edad y un viejo republicano. Paradójicamente, resulta más reaccionario un progre de hoy que un facha de ayer. Por no hablar de El nido (1980), una vuelta de tuerca sobre la temática del viejo verde, pero desde la delicadeza sin cursilería y la transgresión sin vitriolo. Aunque quizás la más subversiva, entre Kafka y Valle Inclán, es Stico (1984), sobre un profesor de Derecho Romano descontento con su vida que se ofrece como esclavo a un antiguo alumno a cambio de comida y alojamiento. Nadie como Armiñán ha combinado lo tremendamente serio con lo cáusticamente divertido sin perder el ademán de señor de Soria perfectamente formal aunque el espíritu rebelde un punk de Londres.
La voluntad de transgresión de Armiñán le venía quizás de su primigenia vocación para ser matador de toros. Si no entró a matar en las plazas sí que lo hizo en las salas de cine. Como cineasta era rompedor de convenciones y desafiador del statu quo. Esto le llevó a triunfar tanto entre los cinéfilos de culto, era un habitual en el Festival de Berlín, como entre los más palomiteros, sus películas no solo eran éxitos de público sino que llegaron a estar nominadas al Oscar (Buñuel ganó el Oscar para Francia con El discreto encanto de la burguesía el año que competía Mi querida señorita). Una horrible película soviética se lo robó cuando El nido, abriendo el sendero a que finalmente lo ganase José Luis Garci con Volver a empezar (1982).
Su primigenia vocación para ser torero se realizó cinematográficamente cuando dirigió una de las mejores series de televisión españolas, Juncal (1988), en la que Paco Rabal interpretaba a un torero retirado, alegre y dionisiaco, con desparpajo y sin vergüenza, mujeriego y bon vivant, que creó el arquetipo del sujeto vitalista. Tanto la interpretación de López Vázquez en Mi querida señorita como la de Rabal en Juncal, las mejores de sus impresionantes carreras, muestran la mano de Armiñán para la dirección de actores.
Nacido en Madrid en 1927, Armiñán ha muerto en la capital de España a los 97 años. La capilla ardiente se abrirá el jueves 11 de abril, de 10.30 horas a 20.30 horas, en la sede madrileña de la Sociedad General de Autores y Editores (c/ Fernando VI, 4; Madrid) donde tenía registradas 264 obras sumando audiovisuales, musicales y de teatro. En 2014, la Academia de Cine le otorgó el Goya de Honor como reconocimiento a su trayectoria profesional. Aunque más bien el honor fue para los Premios Goya que alguien como Armiñán estuviese en su nómina de galardonados. Ojalá que los habituales de hoy a los Goya supiesen quién fue Armiñán y siguiesen su ejemplo de insobornable independencia, amor al cine como arte y no como panfleto, además, sobre todo, de respeto a la inteligencia de los espectadores.