Dicen que nadie es profeta en su tierra, y la silenciosa efemérides de Jacinto Molina, o Paul Naschy, el pasado 6 de septiembre, lo demuestra. No es nada que no hayan probado otras glorias del cine español, y en particular el género fantástico, mejor apreciadas en el extranjero que en territorio nacional. Naschy, conocido por ser uno de los más famosos hombres lobo de la pantalla, hubiera cumplido 90 años el pasado viernes y la negligencia médica que se lo llevó en 2009 privó de algunas intervenciones en una carrera que ya había despuntado, pero que todavía merecía un último fulgor de gloria.
Artista total y hombre del renacimiento. Naschy, levantador de pesas cuya cinefilia ganó la partida a la gimnasia, debe a su primigenio oficio su recia fisonomía, esa que le permitió soportar carros y carretas de maquillaje para dar la impresión de lobo humano. Cuando dio el pelotazo con La marca del hombre lobo en el año 68 se le aconsejó que buscara un nombre con proyección en el extranjero, para así facilitar la comercialización de sus largometrajes. Paul, por una fotografía del papa Paulo VI que tenía cerca, y Naschy como germanización del levantador de pesas Imre Nagy. Acabaría interpretando al personaje en catorce películas.
Fue el comienzo de una gran carrera en ese cine de terror de éxito pero nunca bien ponderada por la crítica que, sin embargo, puso un extraordinario grano de arena a la hora de levantar y sostener otro peso siempre susceptible de sufrir los efectos de la gravedad: la industria cinematográfica española. Jacinto Molina, o Paul Naschy, pronto ampliaría sus labores como guionista y actor a los de dirección como fruto de la tremenda pasión que movía todas sus iniciativas.
Su ansia cinematográfica tenía que provenir de un lugar puro: fue un seminal título de derribo de la Universal, Frankenstein y el Hombre Lobo (1943), el que encendió la mecha de la creatividad de Molina, un indisimulado fan de los enfrentamientos entre monstruos clásicos. Su cine maduraría, sin embargo, hacia todas las modulaciones del thriller, desde Inquisición (su debut en la dirección a mediados de los 70) a El huerto del francés (sobre unos crímenes reales acaecidos en Sevilla a comienzos de siglo) o La noche del ejecutor (variación del estereotipo del cine de vengadores urbanos a lo Charles Bronson). En todas ellas Molina infiltró una visión propia que incluía el comentario político y no solo la imitación de modelos extranjeros.
La silenciosa efemérides del antaño célebre hombre lobo español, todavía una figura alabada por cineastas de todas las nacionalidades y entendidos en cine de terror, parece un nuevo testimonio del desdén con el que se trata a ciertas figuras artísticas nacionales. Deja, sin embargo, un rico legado cinematográfico en el cine de género defendido por su hijo, Sergio Molina, y un nutrido grupo de fans que trasciende el cine fantástico y comprende su legado.