
El cine de género, y en particular el terror, como comentario e interpretación de la realidad. El baño del diablo toma las duras condiciones de vida de los campesinos austriacos del siglo XVIII para adentrarse en las raíces psicológicas del propio cine de terror, tan mezclado con el drama histórico que se hace indescifrable... hasta, eso sí, los cinco minutos finales más aterradores del momento.
Asfixiada por las tradiciones rurales y la brutalidad de las condiciones de vida, la frágil protagonista interpretada por una excelente Anja Plaschg caerá en una peligrosa e indescifrable espiral de locura en medio de la frustrante incomprensión del entorno.
Sin efectismo alguno pero una tremenda brutalidad, los directores Veronika Franz y Severin Fiala asimilan la posesión demoniaca con la depresión en una árida y oscurísima película que encuentra su propio lenguaje en los tenebristas paisajes interiores de las chozas iluminadas con luz natural y los tétricos bosques austriacos en pleno invierno. El presente se hace real en el siglo XVIII adoptando un punto de vista netamente femenino que, como se cuece a fuego lento, se va infiltrando poco a poco sin impresión de vender ideología.
Visualmente arrebatadora, dotada de una atmósfera innegable y repleta de estampas dignas de la pintura del Siglo de Oro holandés sin cursilería alguna, la película se arrastra lentamente hacia la tragedia mientras se detiene narra en los rituales religiosos y quehaceres diarios en el bosque. El baño del diablo puede que se parezca a La bruja de Robert Eggers, pero es una película infinitamente más difícil y árida, cuya voluntad de llevar al extremo la estampa costumbrista provoca que acabe resultando anodina. Carente de todo sentido del suspense, aunque con un aroma trágico innegable, la película no llega a canalizar del todo los malos augurios y llega a caer en el aburrimiento, ocasionalmente salvado por su actriz principal y la impresión de que, en efecto, nos aproximamos a un punto de ruptura.
Todo conduce, efectivamente, a un desenlace aterrador donde la película se aproxima al territorio del holocausto de Ruggero Deodato o Ari Aster. Una fiesta final donde el filme justifica su triunfo en el último festival de Sitges y Berlín libera toda la melancolía acumulada las dos horas anteriores a base de una crueldad que, esta vez sí, resulta hipnótica y probablemente inolvidable, pese a las irregularidades del camino.

