Quien filma a lo grande se puede equivocar a lo grande. Pero no es el caso de Megalópolis de Francis Ford Coppola, una obra final descomunal del cineasta más ambicioso desde Orson Welles y el más arriesgado junto a David Lynch. Coppola ha filmado a lo grande y ha acertado como nadie en lo que llevamos de siglo. No solo es bigger than life sino también bigger than art. Prodigiosa parábola política sobre la decadencia de los Estados Unidos –y, por extensión, de Occidente–, también es una resurrección de las artes en tiempos gaseosos en los que los filósofos posmodernos han pretendido asesinar a los artistas con la excusa del dogma de la muerte del Arte decretada por Hegel.
Pero Coppola, 85 años lo contemplan, ha proclamado bien alto que los viejos cineastas no están dispuestos a arrojar la toalla sin presentar una última batalla. Clint Eastwood también está a punto de estrenar su película número 40 a los noventaytantos años. Pero Coppola no se ha limitado a una batalla, sino que, como ya hizo en Apocalypse Now, ha emprendido una guerra en varios frentes. Película con hechuras de teatro de vanguardia, ópera y circo, Megalópolis ha provocado la confusión generalizada de los críticos cinematográficos, que desde su estreno en Cannes la vienen machacando porque no tienen las herramientas analíticas adecuadas para enfrentarse a un fenómeno cultural de este calado donde se combina la tradición histórica, la reflexión política y la vanguardia artística.
Un aire shakesperiano de tragicomedia
Sin duda, la película habría sido aclamada por la crítica si se hubiese estrenado a finales de los 80 y principios de los 90, entre Terciopelo azul (1986) de Lynch y My Private Idaho (1991) de Gus Van Sant, el último gran período libre en el cine norteamericano. Comparte con la película de Gus Van Sant y Campanadas a medianoche de Welles un aire shakesperiano de tragicomedia con un ritmo más parecido a una representación teatral que a la típica película. Llena de digresiones, sobre todo por el personaje de Craso Jr. que borda Shia Labeouf, puede ser difícil seguir el hilo narrativo para los fans de la lógica lineal aristotélica de inicio-nudo-desenlace en un mundo cultural donde se hacen tesis doctorales sobre la Marvel y Taylor Swift en lugar de Tarkovski y Shakespeare.
En este sentido, Megalópolis es muy parecida a Apocalypse Now: hay que dejarse llevar por los meandros de la historia como si fuese el río Nung, en este caso el río Hudson. Adam Driver compone con fuerza y convicción un personaje luciferino a la altura del Howard Roark de Gary Cooper en El manantial de King Vidor, pero con los toques irónicos y juguetones de Orson Welles interpretando a William Randolph Hearst en Ciudadano Kane, película con la que también comparte audacia formal aunque políticamente está en las antípodas, porque mientras que Welles satirizaba al líder carismático, Coppola lo ensalza.
La parábola política consiste en una traslación del traumático paso de la república a la dictadura en la Roma de Cicerón, César, Catilina (estos dos últimos fusionados en un solo personaje) y Craso a la actual situación de los Estados Unidos a través de metáforas como el control del tiempo, la tecnología como principio utópico y la reivindicación de la familia como núcleo superador de disensiones sociales.
La moraleja de la fábula de Coppola, que la salvación de la situación de cadencia solo puede venir de un líder que combine la visión filosófica con la supremacía tecnológica (¿Elon Musk?), es evidentemente discutible porque señala la necesidad de un golpe de estado que anule la república para implantar una dictadura. Si en la Roma del siglo I a. C., Cicerón se enfrentó valientemente tanto a Catilina como a César, Coppola propone ahora una alianza entre el líder republicano y la encarnación del dictador coppoliano César Catilina. Nada raro, por otra parte, en alguien que ha glorificado a personajes tan siniestros como Vito Corleone y el Coronel Kurtz. Pero como advirtió William Blake, los artistas suelen estar de parte del diablo.
"Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él".
Salvando las distancias, la reacción crítica generalizada contra Megalópolis era de esperar. Película de otra época con aspiración a la eternidad de los clásicos, la película final de Coppola, en la que ha invertido todo su patrimonio en un arrebato faústico propio de sus héroes, se unirá al club de películas que habiendo sido despreciadas por el crítico habitual se convierte sucesivamente en una obra maestra, una obra total y una obra de culto. Hace poco se hizo viral un meme sobre que los hombres estamos pensando continuamente en el imperio romano. Película testosterónicamente masculina, y precisamente por ello plagada de personajes femeninos poderosos, Megalópolis es la última confirmación de que Roma sigue dominando nuestra mente. Y Coppola lo ha usado para advertirnos de que la suerte está echada. Álea iacta est!