
Por muy adelgazada que llegue La Cita, nuevo thriller de Christopher Landon, el film ha sido perpetrado al alimón por el inevitable Jason Blum y el megalómano Michael Bay, que parece haber dejado un tanto atrás la época de remakes míticos de terror que tanto éxito inició en los 2000. Decimos adelgazada porque la película, que relata un encuentro romántico en el que todo sale mal, es una de esas producciones que se deben (casi) a un único escenario y se desarrollan (casi) en tiempo real. ¿Se acuerdan de Vuelo nocturno y Última llamada? ¿Recuerdan A la hora señalada o Buried (Enterrado)?
Pues entonces se hacen a la idea de qué esperar en La cita, película en la que Christopher Landon, recién abandonado su frustrada secuela de Scream, parece haberse divertido como nunca. El director de Feliz día de tu muerte y su secuela ensaya aquí su habilidad con el thriller, liberado de bastantes de las necesidades de sus obras de terror, y demuestra ser un ordenado discípulo de Wes Craven. Landon se divierte con la cámara y, una vez Violet (Meghann Fahy) recibe el primer AirDrop, se dedica a explotar las posibilidades de la idea hasta agotarlas.
La historia de una mujer que queda a ciegas con un desconocido por una App y empieza a ser recibir molestos memes homicidas sirve para advertir de los peligros de las nuevas tecnologías y la pérdida de privacidad. Palabras muy vagas a estas alturas del cuento, pero La cita se las arregla para concretarlas en una situación convincente. El entorno pasa a resultar una amenaza para la protagonista, que se ve obligada a interpretar esas señales distorsionadas de la realidad en pleno restaurante de lujo. Un eco de nuestros días, en los que la sobreexposición y el exceso de información enturbian lo real, ensucian el razonamiento y crean mil oportunidades para la paranoia.
Obviamente, la premisa tiene sus restricciones. La Cita es una de esas películas que nacen acotadas a una única situación y que exprime todas sus posibilidades de desarrollo. El agotamiento se produce un poco antes del gran giro que precipita el tercer acto, y quizá Landon podría haber adelgazado levemente la duración del film. Cuestión de escasos minutos, en todo caso, en un film que de postre sirve para finiquitar otro poco más la desconfianza en los roles masculinos de los últimos tiempos (no todo el mundo es un villano) y que vuelve a mostrar el talento del compositor Bear McCreary, uno de los grandes nombres de la última hornada.