Menú

La escapada con un militar de Amparo Rivelles, la gran estrella española de postguerra

Fue madre soltera en los años 50 y triunfó en México tras huir de la censura. Un libro de AISGA rescata sus secretos y éxitos más personales.

Fue madre soltera en los años 50 y triunfó en México tras huir de la censura. Un libro de AISGA rescata sus secretos y éxitos más personales.
Amparo Rivelles | Youtube

La asociación de actores españoles, AISGA, acaba de publicar un libro-homenaje a Amparo Rivelles, que fue la estrella indiscutible del cine de postguerra. El motivo ha sido el de cumplirse el centenario de su nacimiento. Un poco tarde, desde luego, pues vino al mundo en Madrid el 11 de febrero de 1925, hija de los grandísimos actores Rafael Rivelles y María Fernanda Ladrón de Guevara, hermana de Carlos Larrañaga.

Me contó Amparo cuanto sigue: "Mis padres se separaron cuando yo tenía cinco años, y yo me quedé con mi madre, que fue mi maestra, con quien empecé en el teatro contando trece años. A su lado compartí sus éxitos en La madre guapa y La morocha.

La fama de Amparito, como se la conocía en su juventud, la fomentó en la pantalla, a partir de 1940 con Mari Juana. Al año siguiente rodó Alma de Dios y Los ladrones somos gente honrada", que estaba basada en una obra teatral divertidísima de Enrique Jardiel Poncela. Malvaloca y Un caballero famoso completaron por entonces su filmografía, que sería densa e importante con el transcurso de los años de la postguerra. Películas amables, de contenido histórico o de comedia costumbrista o de época, producidas por Cifesa, la firma que entonces estaba a la cabeza de la lista de filmes, dícese porque sus rectores, valencianos, tenían excelentes relaciones con el régimen franquista.

Alfredo Mayo, pareja en la vida y el cine

Unas cuantas de aquellas cintas las protagonizó Amparo Rivelles con el mismo actor: el catalán Alfredo Mayo, tan habitual en las que hacía de atractivo militar. Formaron pareja en la pantalla, pero también en la vida real, y a punto estuvieron de casarse cuando ella sólo contaba diecisiete años. Se lo pensó mejor. Entonces, con el ingenio tan español, corría de boca en boca una coplilla, tomada de una película antigua, alterando el estribillo, que rezaba: "Debajo de la capa de Alfredo Mayo…" y seguía con el añadido de una Amparito debajo de esa prenda.

Pero entonces, mediados los años 40, no existían revistas especializadas en asuntos del corazón, sólo algunas dedicadas al cine, en las que se ocultaban romances y chismes de sus protagonistas. Apenas en tertulias de café, y eso en capitales donde hubiera gran actividad teatral y cinematográfica, podían escucharse comentarios acerca de esos amoríos.

La década de los 40 fue prodiga en películas de Amparo Rivelles, como El clavo, de argumento policíaco de época; y de contenido religioso La fe; histórico sobre una dama granadina que llegó a ser Emperatriz de Francia, Eugenia de Montijo; ambientada en parajes andaluces en los que abundaban los bandoleros, La duquesa de Benamejí, y de romántico argumento con exteriores en Galicia, Sabela de Cambados. Esos dos últimos títulos los compartió con otro galán, que sustituyó a Alfredo Mayo en los repartos… y en su corazón: el valenciano Jorge Mistral, con quien también repetiría una historia parecida: de los rodajes pasaron a la intimidad. "Tanto Alfredo como Jorge – me confesó la actriz – fueron novios circunstanciales". Nada que objetar, le respondí.

Tenía Amparo fama de mujer independiente, a la que le resbalaban comentarios sobre su vida íntima. De aquellas costumbres de la postguerra y durante al menos un par de décadas más, decía: "Si te casabas, no había luego divorcio. Tampoco podías hacer nada, salir del país, sin la autorización de tu marido…"

Madre soltera en tiempos difíciles

El cine constituía en la España que iba reponiéndose de las miserias y dificultades tras la guerra civil, el principal ocio, aunque el fútbol y los toros podían hacerle la competencia. Diferenciándose en invierno porque las casas estaban frías y los espectadores estaban más confortables en los cines. Aquellas películas eran de su complacencia, con una censura férrea, eso sí, que prohibía toda clase de excesos, entiéndase argumentos de crudeza, en los que no aparecía la sangre, ni secuencias sexuales, nada de política y sólo historias como decíamos de pasajes históricos, religiosos, y de amores castos, o de folclore predominantemente andaluz, a base de coplas. No era esto último propio de Amparo Rivelles, aunque en sus muchos años en México tuvo oportunidad de grabar boleros, como puedo demostrar al poseer una preciada "cassette" de coleccionistas con su voz.

Antes de marcharse al país azteca en los primeros años 50 del pasado siglo tuvo oportunidad de intervenir en una interesante y rara película interpretada y dirigida por Orson Welles: Míster Arkadín, rodada en los alrededores del puerto de Barcelona. Papel muy corto, de tres sesiones. Welles quedó satisfecho del talento de Amparo, sin un fallo en el guion que se aprendió, a la primera, sin un fallo. Otra película de entonces fue La herida luminosa, drama que encajaba en su arte interpretativo.

En el año 1952 fue madre soltera de una niña a la que impusieron los nombres de María Fernanda, en honor de la madre de Amparo. Dada la vigente legislación, la recién nacida fue inscrita en el Registro Civil con los apellidos de ésta, Rivelles Ladrón de Guevara. Jamás reveló el nombre del progenitor.

El episodio que no quiso aclarar

Transcurría 1957 cuando Amparo Rivelles se marchó de España. Y detrás de ella, un oficial del ejército español, enamorado de la actriz, se fue con el mismo destino, para encontrarse e iniciar la convivencia. Procuraron hacerlo discretamente no viajando juntos. No mucho después, unos días, tal vez semanas, aquel donjuán de uniforme regresó esposado por dos jefes vestidos de paisano, que pistola en mano lo redujeron en la capital mexicana. El sujeto detenido resulta que estaba acusado de haber robado la caja fuerte del cuartel en el que prestaba sus servicios. El botín, se lo había llevado para disfrutarlo con la mujer de la que estaba locamente apasionado.

La prensa ocultó aquella noticia. Alrededor de tres décadas más tarde le insinué a la estrella esa historia. No me dejó explayarme pues rotundamente me desmintió que tal leyenda, como la calificó, fuera cierta.

Nada de lo cuál me evita insistir que en determinados círculos y tertulias del Madrid de aquellos años, finales de los 50, lo contado fue real. Y quien por edad podía garantizarlo, me merecía absoluta credibilidad: un veterano periodista, compañero mío, que estaba al corriente de aquel suceso.

Triunfo en culebrones y muerte de su nieta

La actividad artística de Amparo Rivelles en México fue intensa. Acogida con el paso del tiempo por los mexicanos, que le dieron el tratamiento que se merecía: una auténtica dama del teatro y del cine, aunque su popularidad la consiguió a través de la televisión, en incontables culebrones, de los que allí son corrientes, de quinientos o más capítulos. En los ambientes profesionales del país mantuvo amistades con otras destacadas estrellas, como María Félix y Silvia Pinal. En su última etapa en el país azteca rodó una interesante película que dirigió un discípulo de Luis Buñuel, Luis Alcoriza, titulada Presagio.

Si bien la vida en México le brindó muchos éxitos artísticos en su vida personal sufrió un durísimo golpe del destino, cuando su nieta María Fernanda (también llamada así la pequeña como su madre y su abuela materna), de ocho años, murió en México CD de manera dramática.

Residió en tierras mexicanas veinticuatro años. De vez en cuando venía a Madrid para ver a su madre. Se querían con locura. Cierta tarde que entrevista a ésta, María Fernanda Ladrón de Guevara, que me recibió en su dormitorio aquejada de un enfriamiento (algo que sólo hacían aquellos actores del pasado, en vez de anular una cita periodística), me anunció que al día siguiente volvía Amparo. Y en el aeropuerto de Barajas contemplé, efectivamente, la llegada de la actriz. La esperaba su madre, claro. Pero también su padre, el galán de los años 30, Rafael Rivelles inmenso actor. Los tres se abrazaron. Y particularmente el ex matrimonio. Ceremonioso, Rafael extendió su mano derecha para acoger la de María Fernanda entre sus labios. Nunca había visto algo parecido, con esa elegancia, exquisita manera de saludar. Y María Fernanda, en un aparte, me dijo que llevaban treinta y tantos años sin verse, desde que se separaron. La emoción estaba latente en ella y en el que fue su esposo (le puso los cuernos cuantas veces quiso).

'Los gozos y las sombras'

Cuando a comienzos de la década de los 80 Amparo Rivelles consideró concluida su estancia en México volvió a España, a Madrid, su ciudad natal. Y en 1981 empezó la serie que iba a ser su consagración en España para dos o tres generaciones que nada sabían de su existencia, y muchos también la habían olvidado: Los gozos y las sombras, excelente serie basada en una novela de Gonzalo Torrente Ballester. En el papel de doña Mariana Sarmiento destacó por su extraordinaria personalidad, todavía exhibiendo su belleza y su inextinguible talento, con una voz castellana diáfana, sin errores en su exacta pronunciación. Era la primera y única vez que trabajó junto a su hermano, Carlos Larrañaga.

En esos años 80 Amparo rodó Soldados de plomo, a las órdenes de José Sacristán; Hay que deshacer la casa, que en 1986 le supuso ganar el Goya a la mejor actriz; Esquilache. Luego, en los 90, intervino en El día que nací yo, protagonizada por Isabel Pantoja, y Una mujer bajo la lluvia. Dejó ya el cine para dedicarse hasta su retirada al teatro, donde su magisterio no admitía dudas, y así fue reconocida por la crítica y el gran público: La Celestina, La loca de Chaillot, Rosas de otoño y El canto de los cisnes. En los dos últimos estrenos compartió cartelera con Alfredo Closas, a quien la muerte sorprendió poco después, víctima de un cáncer que él estaba seguro de vencer. Fumó toda su vida sin descanso.

Por entonces, en esa última función, entrevisté ya por última vez a Amparo Rivelles, siempre encantadora con los periodistas. Conmigo lo fue siempre. Llena de lucidez, con esa serenidad que otorga la experiencia, me decía en aquellas Navidades de 1993: "Me canso. Física y mentalmente. Pero necesito trabajar en el teatro. Cuando llegue mi hora, haré una retirada honrosa, antes de que me retiren".

Todavía, en el otoño de 1995, representaba Los padres terribles, de Jean Cocteau. Y así sucedieron otras temporadas más, pisando escenarios de muchas capitales españolas. Hasta que en 2006, encontrándose en Santander, se retiró tras la última representación en la capital cántabra de La duda. Dióse la circunstancia de que sesenta y siete años antes había debutado allí.

En la tarde del 7 de noviembre, en Madrid, a los ochenta y ocho años, se cerraron sus ojos para siempre.

En Cultura

    0
    comentarios

    Servicios

    • Radarbot
    • Curso
    • Inversión
    • Securitas
    • Buena Vida
    • Reloj Durcal